No hace mucho escuché decir a alguien que cuando era niño no lo dejaban ver El Chavo del Ocho, ni los Dukes de Hazzard, ni las caricaturas
del Hombre Araña ni el futbol. En lugar de eso, sus papás le ponían un libro
enfrente para que leyera. Un silencio incómodo se instaló entre los cinco o
seis generacionales que participábamos en la charla. No sé los demás, pero yo
sentí pena al imaginar cuán ingrata pudo haber sido su infancia marginada de
tal forma. ¿Qué sentiría el pobre niño al no entender todas esas referencias
con que sus amigos le daban forma y sentido a sus vidas? Algún libro de
aventuras debe de haberle ayudado a entender el concepto de heroísmo. Estoy
seguro de que pudo haberse emocionado al identificarse con Robin Hood o
cualquier personaje intrépido de Julio Verne, pero, ¿puede esto compararse con
la pasión que sentían los demás niños, cuando veían jugar a Hugo Sánchez e iban
de inmediato a querer emularlo?
Lo relevante de la anécdota es el menosprecio hacia la televisión como ingrediente en la formación integral de una persona. No pienso en el Discovery Channel, ni en el Canal 22; no pienso, en general, en los contenidos artísticos o culturales que puede llegar a ofrecer la televisión de paga. Pienso en la programación que hace del espectáculo y el entretenimiento un negocio millonario, la avalada por el rating; es decir, la creada para el consumo en masa.
Me explico: si a gran cantidad de mexicanos le resulta interesante ver a una pareja de freaks gritando en cadena nacional es porque se identifican con ellos. ¿O no? Si tanta gente dirige su atención a los quehaceres de dos criaturas anodinas con nombres largos y solemnes es porque las encuentran representativas de lo que son. ¿Dónde, si no en los contenidos televisivos, podemos encontrar la definición más exacta del hombre común y corriente? ¿Existe acaso una vía más precisa para entender la realidad –me refiero a la realidad inmediata e indiscutible que comparten las mayorías– que “la pantalla chica”?
Idiotizante o no, la televisión construye y retrata el mundo que vibra más allá de las aulas, cuartos de lectura y salas cinematográficas. Por mal que caigan, Pepillo Origel, Adal Ramones, Gloria Trevi y todo nuestro conjunto de luminarias encarnan el catálogo completo de usos y costumbres vigentes en este país. Tal vez no sean los líderes de opinión que México necesita, pero son los que han obtenido la credencial y eso no se va a revertir con taparnos los oídos y cerrar los ojos. Asomarse a la programación de Televisa y TV Azteca es enterarse de cómo piensa y siente una gran parte del pueblo mexicano. Negarse a ello, en cambio, es quedar al margen y aceptar una versión incompleta de los hechos: es perder sentido de realidad.
Si El Chavo del Ocho, las caricaturas del Hombre Araña y el futbol hubieran quedado excluidos de mi formación, tendría definitivamente menos recursos para entender el mundo. Lo mismo sucedería si renunciara a los programas que veo actualmente. Por eso me niego. Me resisto a perder el sentido común que se adquiere, precisamente, al conocer esa realidad tan elemental que se descubre a partir de las telenovelas, de los reality shows y de los programas de chismes. ¿Deleznables? Muchos sí. La mayoría, tal vez; pero profundamente reveladores, pésele a quien le pese.
No deseo renunciar a los placeres del cine y la lectura. Gozo con ellos contundentemente, pero nunca he dejado de reservar tiempos para abastecerme de cultura televisiva comercial, a fin de no quedarme como el niño al que le cambiaron a Hugo Sánchez por Robin Hood, en vez de habérselos complementado.
* Aunque de febrero de 2005 a la fecha han cambiado mucho los programas y personajes vigentes en la televisión comercial, mi postura ante estos contenidos sigue siendo prácticamente la misma.
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