domingo, 20 de abril de 2014

En el viaje de todos los días

Cuento inédito, incluido en el libro Cinco historias cortas sobre mujeres feas

Cansado y con la mente saturada de disgustos, llegó a la entrada del metro, en donde lo esperaba ese olor a orines al que se había vuelto inmune por costumbre. Caminó a la par de muchos otros bultos humanos que, como él, arrastraban los pies rumbo a casa. Grupos de albañiles con el cabello y la ropa salpicados de mezcla, secretarias aferradas a sus bolsos y los reflejos listos para esquivar manotazos, oficinistas de medio pelo, estudiantes haciendo alboroto por nada… todos descendían por la escalera hacia el subsuelo de la ciudad. Al llegar al andén, la masa de la cual formaba parte Mauricio se integró a un bloque aún mayor de gente ansiosa por abordar el vagón.
Volteó de un lado a otro en busca de una mujer atractiva; una cara linda, un cuerpo bien formado en el cual descansar la mirada, abstraerse de los problemas y evadir la pesadumbre que le provocaba tanta grisura alrededor. Siempre lo hacía, de manera instintiva, respondiendo a una necesidad natural de sentirse en armonía. Sin embargo, nada hubo en su campo de visión que le atrajera y no tuvo más remedio que refugiarse en el libro que cargaba, tal como solía ocurrir.
Cada mañana salía de casa antes de las siete para poder llegar a su trabajo a las ocho. Abordaba el metro en Miguel Ángel de Quevedo y recorría seis estaciones hasta Centro Médico, en donde se cambiaba a la línea nueve para dirigirse a Tacubaya. Llegar hasta ahí le tomaba más o menos media hora. Luego tenía que hacer una fila de quince o veinte minutos para subirse a un camión que, luego de otra media hora pasaría frente a la editorial en donde trabajaba como diseñador. Al momento de encender su computadora, Mauricio llevaba ya dos horas despierto y más de una sorteando las desavenencias del transporte público. Después venía su jornada de trabajo, que siempre sobrepasaba las ocho horas reglamentarias, y luego el viaje de vuelta, que arrojaba en su departamento lo que quedaba de él cuando ya pasaban de las ocho de la noche. La gente solía preguntarle por qué no se mudaba a una zona más cercana a su trabajo, pero hasta entonces había sido más su desidia que su determinación por hacerse la vida menos difícil y no dejaba de recorrer montones de kilómetros diarios.
Un bufido en el interior del túnel provocó respingos en el gentío, que hasta ese momento se había mantenido quieto. El tren anunciaba su llegada y nadie quería quedarse a esperar un turno próximo. Los de más atrás trataron de ganar terreno a empujones; los de enfrente respondieron poniendo duro el cuerpo, defendiendo el territorio que les correspondía por haber llegado primero. En cuanto se abrieron las puertas, el tumulto se abalanzó hacia el interior del vagón. A veces Mauricio entraba a la pelea por un asiento, pero ese día no andaba de humor, así que aflojó el cuerpo, resignado a viajar de pie, y se dedicó a observar la lucha de otros mientras se aseguraba del tubo.
Horas antes había enfrentado a Elsa, su jefa, en uno de sus arranques. No estaba él para saberlo, pero varias veces la había escuchado hablar con alguna compañera de trabajo sobre el tratamiento hormonal que debía seguir para regular una deficiencia de su organismo que a él no le interesaba entender. Según ella por eso estaba gorda y tenía desajustes en su personalidad. Las causas de su gordura y de sus constantes arrebatos le importaban poco; el problema era tener que soportarla día con día y ser blanco permanente de sus groserías.
Al cerrarse las puertas, el calor y la humedad se volvieron casi insoportables. Mauricio sintió dos hilos de sudor resbalando desde sus axilas y pensó, incómodo, que a todos ahí les debía estar ocurriendo lo mismo. Quiso seguir leyendo e intentar así desentenderse del sofoco, pero los cuerpos que se le encimaban le impidieron colocar el libro al alcance de su vista. En cambio,  se topó con un niño pequeño que lo observaba detenidamente. Lo cargaba en brazos una adolescente que no parecía su mamá, sino su hermana, con la cara hinchada y salpicada de espinillas. El bebé llevaba un mechón de cabellos pegado en la frente, y sobre la piel morena y tierna de su rostro destacaban pegostes de algo que podría ser chocolate. Eso mismo parecía tener embarrado en sus manitas, que había estirado hacia él hasta alcanzar la manga de su camisa.
–No, mijo, no molestes al señor… agárrate de aquí –le indicó la adolescente ofreciendo al niño su propia blusa y a Mauricio una sonrisa en son de disculpa.
–Está bien… no importa –respondió él, no sin un poco de asco, aunque sintiendo auténtica simpatía por el niño.
Quiso abrir una ventana que tenía frente a él pero estaba trabada y no pudo. Frustrado, se despegó la camisa de la espalda y paseó la mirada por todos lados sin que se le ocurriera otra cosa que hacer. Un tipo con los pantalones rotos y una playera sin mangas accionó un reproductor de discos conectado a una bocina rota que cargaba dentro de una mochila.
–¡Las mejores canciones románticas de ayer, hoy y siempre! –gritó con los acordes distorsionados de una balada como fondo–. ¡Son 50 éxitos en formato MP3! Le contiene lo mejor de Juan Gabriel, Alejandro Fernández, Roberto Carlos, Emmanuel, entre muchos más… Hasta hace poco, los vendedores del metro cubrían todo tipo de necesidades al ofrecer una amplia gama de “productos de calidad”: juegos de geometría, lupas, manitas de madera para rascarse la espalda, bufandas, pilas, cortaúñas, mapas de la ciudad, paraguas, remedios para todo tipo de dolencias, chicles, cuadernos… pero ahora, de unos meses para acá, los discos pirata han arrasado con todo. ¿Será que nada se vende tanto como la música o es que a los vendedores se les acabó la imaginación? Al hacerse esta pregunta, Mauricio volvió a pensar en Elsa, su jefa. “Tienes que trabajar con la imaginación –le echaba en cara cada tercer día–. A ver… ¿cómo te explico que en este trabajo la creatividad es obligatoria? Proponme algo original, paptio, ¡algo que me sorprenda”.
El niño manoteó y llamó nuevamente la atención de Mauricio, quien le dirigió una sonrisa amistosa mientras le toqueteaba la panza con un dedo.
–¿Cómo te llamas? –preguntó.
–Dile al señor cómo te llamas –intervino la madre–. Dile: “Pablo”.
El pequeño balbuceó su nombre con dificultad y Mauricio se sonrió ahora con la muchacha, quien le mostró sus dientes chuecos y demasiado grandes. Su estatura rebasaba por muy poco el metro y medio.
–¿Es tu hijo? –quiso cerciorarse.
–Sí.
–¿Cuánto tiene?
–Un año siete meses.
A punto de llegar a la estación Centro Médico, en donde debía cambiarse a la línea verde en dirección a Universidad, Mauricio se despidió de Pablo agitándole el cabello, y de su madre adolescente con otra sonrisa que ella correspondió de la misma manera. Una ráfaga de viento lo refrescó al salir del vagón y le dio alivio, pero en cuanto empezó a caminar volvió a ser conciente del cansancio que suele atacarlo a esas horas del día. Entonces se acordó del correo electrónico que debió haber mandado horas antes. Elsa saldría de viaje en tres días y necesitaba haber solicitado sus viáticos ese mismo día si quería que estuvieran listos. Aunque no era parte de sus funciones, la propia Elsa le encargó que hiciera el trámite. “Como si fuera yo su secretaria”, pensó Mauricio. En ese momento estaba indispuesto, así que lo dejó para más tarde, pero luego lo olvidó. Odiaba darle motivos a su jefa para reprenderlo. En su reloj faltaban todavía algunos minutos para las ocho y pensó que con un poco de suerte la contadora estaría aún en su oficina. Salió a la calle en busca de un café internet y tuvo la fortuna de encontrar uno justo a la salida de la estación. Tres minutos más tarde había cumplido su objetivo, aunque no tenía manera de confirmar que su correo hubiera llegado a tiempo. Pagó el uso de la computadora con un billete de cincuenta y esperaba el cambio cuando sintió una presencia junto a él.
–Le caíste muy bien a mi hijo.
A Mauricio le sorprendió ver a la muchacha con su niño aún en brazos después de haberse despedido de ellos en el vagón. Aunque estaba oscureciendo alcanzó a ver sus uñas con el esmalte quebrado, las manos sucias y el cabello en desorden, mal agarrado con una liga. La combinación de facciones infantiles con rasgos de mujer adulta que encontró en ella lo provocó a preguntarle su edad. “Dieciséis”, la oyó decir con una voz más suave que la que le había oído antes. Restó dos de manera automática y concluyó que debió haber tenido catorce, tal vez trece años al momento de quedar embarazada. Mauricio ya casi no se acordaba de cuando él había tenido esa edad.
–¿Cómo le haces para mantenerlo? –se atrevió a preguntar.
La adolescente echó la mirada al suelo y dejó pasar unos segundos antes de responder.
–Pues como puedo... a veces me ayuda mi mamá.
El tipo que atendía en el café tuvo listo el cambio y se lo entregó a Mauricio, quien, a su vez, se lo dio a la muchacha.
–Toma, de algo te puede servir.
Ella tomó las monedas sin agradecer la dádiva, dirigiendo a Mauricio una expresión dura que le sumaba varios años a su semblante. Pablo rezongó por seguir aprisionado en los brazos de su madre, y empezó a patalear buscando que lo liberara. Al colocar a su hijo en el piso, la adolescente vio a su benefactor darse la vuelta y dirigirse nuevamente a la estación.
–Necesito más dinero –le dijo en voz alta para hacerlo voltear.
–Discúlpame, pero no traigo más –mintió él, llevando las manos a las bolsas de su pantalón y fingiendo prisa.
–No te estoy pidiendo nada gratis –lo enfrentó ella, aproximándose hasta llegar a una distancia en la que pudiera hablarle en voz baja–. Te la chupo hasta que te vengas por doscientos pesos.
Mauricio enfocó la cara regordeta y llena de acné de la adolescente, e imaginó cuán repugnante sería tener el miembro en su boca, a expensas de esos dientes que parecían indomables.
–Te va a gustar, sé hacerlo muy bien –aseguró ella.  
Él bajó la mirada buscando a Pablo, a quien encontró sentado en el suelo, jugando con la envoltura de un dulce.
–Pero… aquí no se puede. Además tengo prisa, tú vienes con tu hijo y… mejor te doy lo que necesitas –dijo mientras se sacaba la cartera.
–¿No que no traías?
–Hace rato pasé al cajero, se me había olvidado. Toma: doscientos pesos, no tienes que darme nada a cambio.
La muchacha permaneció inmóvil, sin siquiera voltear a ver el billete que Mauricio le ofrecía.
–Es todo lo que te puedo dar, tómalo –insistió él.
–Vamos a meternos a ese cine para ponernos a mano –la adolescente se acercó aún más para continuar hablándole al oído–. Te lo estoy diciendo por las buenas… pero si te sigues haciendo el difícil te lo digo por las malas: o vamos al cine y me das los doscientos pesos que te pedí o me llevo tu cartera con lo que traiga… ¡tú escoges!
Mauricio sintió el filo de una navaja en el estómago. Estaba apenas sobrepuesta, sin llegar a agredirlo, pero como amenaza fue suficiente para sentir que se le aflojaba el cuerpo. Nunca, en los siete años que llevaba viviendo en México, había sido víctima de los asaltantes, pero cada vez que en alguna charla se hablaba de atracos pensaba que cualquier día le podría tocar a él; era una cuestión de probabilidades. Ahora la cara de la joven era muy distinta a la que él recordaba haber visto por primera vez, al salir de Tacubaya.
A Pablo dejó de divertirle el papel que traía en las manos, así que se levantó del suelo para ir a hacerle berrinche a su mamá y jalonearle el pantalón.
–Ándale, vamos, que a este niño le va a dar sueño y va a empezar a molestar –insistió la muchacha.
Mauricio permaneció inmóvil, callado. Sudaba frío.
–Porque no me vas a salir con que prefieres darme tu cartera de a gratis, ¿verdad?
Un par de jóvenes, al parecer estudiantes, pasaron frente a él justo cuando extendía la mano para entregar su cartera. Él trató de llamarlos con la mirada, pedirles ayuda, pero ellos prefirieron no meterse en problemas y siguieron de frente, hacia la entrada del metro. Ahora la muchacha tenía apretadas las mandíbulas y los ojos encendidos.
–No lo tomes a mal, es que…
–¡Ya, ya, ya... mejor cállate! –interrumpió ella. Tras una pausa agregó–: Tú te lo pierdes.
Luego le arrebató la cartera, escupió al suelo sin dejar de verlo a los ojos y jaló a Pablo de la mano para marcharse de ahí. 
Entre la penumbra, con la ayuda de la luz artificial que arrojaban los coches, Mauricio contempló las siluetas de la madre y de su hijo hasta que se disolvieron a la distancia. Esperó unos minutos más a que las piernas dejaran de temblarle y el corazón apaciguara su ritmo para marcarle a su esposa. Le dijo que iba un poco retrasado pero que llegaría a casa en veinte minutos. No colgaba todavía el teléfono cuando una mujer hermosa atrajo su atención. Era alta y tenía una cabellera abundante que descansaba en sus hombros con naturalidad. Los rasgos finos de su rostro le daban distinción. “Ojalá vaya hacia Universidad”, pensó al verla entrar a la estación del metro. Caminaba atrás de ella, aquilatando su figura de proporciones justas. Tal como él esperaba que ocurriera, la bella mujer tomó el camino de la izquierda, el que llevaba al andén con rumbo hacia el sur, hacia donde él iba. Mauricio, entonces, se olvidó de Elsa, de su gordura, de sus hormonas; también de Pablo, de su madre adolescente y de los tres mil pesos que le acababa de robar; se olvidó de todo, al menos por un momento, y supo que el último tramo a casa sería mejor que el anterior.

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