Columna publicada en la revista Complot, octubre 2004.
No recuerdo exactamente cómo tomó forma la ocurrencia. Lo que tengo claro es que faltaba poco para Navidad y era necesario sacar provecho de la situación. Tito tenía un garage en su casa, donde planeábamos ensayar, así que convenía que él pidiera la batería. A Sheko no había nada que le emocionara tanto como los tresillos en las rolas de Steve Harris, bajista de Iron Maiden, así que se decidió por el bajo. Y yo -que alucinaba con el sonido metálico de Judas Priest y los fantásticos requintos que Randy Rhoads ejecutaba para Ozzy Osbourne- le rogaría a mi padre que me comprara una guitarra, aunque fuera usada. Ahora, a casi veinte años de distancia, no acabo de entender cómo nuestros padres se dejaron convencer tan fácilmente.
Esa década fue inaugurada por obras fundamentales para la consolidación del heavy metal que desde hacía algunos años proponían bandas como Led Zeppelin, Black Sabbath y Deep Purple. Solo en 1980, Judas Priest lanzó el British Steel; AC/DC el Back in Black; Iron Maiden su disco homónimo; y Ozzy Osbourne se reveló como solista con el Blizzard of Ozz. Tito, Sheko y yo empezábamos a descubrir estos grupos por influencia de unos vecinos mayores que habían dado con ellos desde antes, y los tenían ya bien incorporados a su personalidad: usaban pantalones de mezclilla rotos y camisetas con estampados de sus bandas predilectas; se colgaban arracadas en las orejas, se dejaban crecer el cabello y luego salían a la calle con tal autosuficiencia en las caras que daba envidia.
A los trece años uno es apenas novato. La cara salpicada de espinillas, la ortodoncia, los involuntarios falsetes, la nariz desproporcionada y un entendimiento muy fallido sobre "lo que está de moda" conspiran en contra de que uno pueda sentirse, ya no digamos autosuficiente, sino más o menos bien librado en los asuntos de "andar por ahí". Por fortuna, habíamos encontrado el principio de la ruta. Bastaba ajustarse los audífonos y subir el volumen del walkman para sentir que todo tomaba sentido poco a poco. Lo demás solo era cuestión de tiempo.
En enero, la banda estaba completa y hasta tenía nombre: Orion, no como la constelación, sino como la canción instrumental de Metallica. Entonces nos alcanzaba apenas para tocar defectuosamente un que otro fragmento de "Breaking the Law", de Judas Priest, o de "Paranoid", de Black Sabbath, piezas tan sencillas que incluso nosotros podíamos medio tocar. Las ejecuciones eran horribles, pero el frenesí de estar haciendo esos ruidos (que a nuestros oídos ansiosos les parecían música) era indescriptible.
Qué diferente era "andar por ahí" convertido en parte de una banda de rock; pero rock en serio, no el que incluía maricadas como Wham!, Culture Club o Duran Duran. Rock de Scorpions para arriba. A partir de entonces, uno recibía una especie de acreditación VIP para andar por la vida a pasos firmes, para alzar la cara aunque estuviera llena de acné. Ser rocker era gozar de una posición aventajada entre la pedantería de los fresas y la marginalidad de los nerds. Era hacerse el interesante mezclando aires de inconforme social con aspiraciones artísticas y hasta intelectualoides... pero cool; con la soltura que da la etiqueta de irreverente, con la confianza que da la pertenencia a un clan y con la adrenalina que provoca suponer que en verdad se forma parte de una rebelión.
Pero el tiempo se va rapido y uno se descubre de pronto alegando con las nuevas generaciones con frases como: "Es que antes..." y "En cambio ahora...". Hay pocas cosas en la vida tan tristes como caer en cuenta de que hemos habilitado la expresión "En mis tiempos...". Pero hay algo peor, y eso es ver cómo la fuerza de los guitarrazos distorsionados, la heroicidad de los requintos ultrarrápidos, el poderío de un redoble de tambores que se extiende inimaginablemente y el triunfalismo de las melodías epopéyicas, han sido remplazadas por ruiditos anodinos, sin chiste, hechos con computadoras. Es una lástima que a los adolescentes de ahora les haya quedado tan poquito; pobres, les tocaron tiempos difíciles.
Esa década fue inaugurada por obras fundamentales para la consolidación del heavy metal que desde hacía algunos años proponían bandas como Led Zeppelin, Black Sabbath y Deep Purple. Solo en 1980, Judas Priest lanzó el British Steel; AC/DC el Back in Black; Iron Maiden su disco homónimo; y Ozzy Osbourne se reveló como solista con el Blizzard of Ozz. Tito, Sheko y yo empezábamos a descubrir estos grupos por influencia de unos vecinos mayores que habían dado con ellos desde antes, y los tenían ya bien incorporados a su personalidad: usaban pantalones de mezclilla rotos y camisetas con estampados de sus bandas predilectas; se colgaban arracadas en las orejas, se dejaban crecer el cabello y luego salían a la calle con tal autosuficiencia en las caras que daba envidia.
A los trece años uno es apenas novato. La cara salpicada de espinillas, la ortodoncia, los involuntarios falsetes, la nariz desproporcionada y un entendimiento muy fallido sobre "lo que está de moda" conspiran en contra de que uno pueda sentirse, ya no digamos autosuficiente, sino más o menos bien librado en los asuntos de "andar por ahí". Por fortuna, habíamos encontrado el principio de la ruta. Bastaba ajustarse los audífonos y subir el volumen del walkman para sentir que todo tomaba sentido poco a poco. Lo demás solo era cuestión de tiempo.
En enero, la banda estaba completa y hasta tenía nombre: Orion, no como la constelación, sino como la canción instrumental de Metallica. Entonces nos alcanzaba apenas para tocar defectuosamente un que otro fragmento de "Breaking the Law", de Judas Priest, o de "Paranoid", de Black Sabbath, piezas tan sencillas que incluso nosotros podíamos medio tocar. Las ejecuciones eran horribles, pero el frenesí de estar haciendo esos ruidos (que a nuestros oídos ansiosos les parecían música) era indescriptible.
Qué diferente era "andar por ahí" convertido en parte de una banda de rock; pero rock en serio, no el que incluía maricadas como Wham!, Culture Club o Duran Duran. Rock de Scorpions para arriba. A partir de entonces, uno recibía una especie de acreditación VIP para andar por la vida a pasos firmes, para alzar la cara aunque estuviera llena de acné. Ser rocker era gozar de una posición aventajada entre la pedantería de los fresas y la marginalidad de los nerds. Era hacerse el interesante mezclando aires de inconforme social con aspiraciones artísticas y hasta intelectualoides... pero cool; con la soltura que da la etiqueta de irreverente, con la confianza que da la pertenencia a un clan y con la adrenalina que provoca suponer que en verdad se forma parte de una rebelión.
Pero el tiempo se va rapido y uno se descubre de pronto alegando con las nuevas generaciones con frases como: "Es que antes..." y "En cambio ahora...". Hay pocas cosas en la vida tan tristes como caer en cuenta de que hemos habilitado la expresión "En mis tiempos...". Pero hay algo peor, y eso es ver cómo la fuerza de los guitarrazos distorsionados, la heroicidad de los requintos ultrarrápidos, el poderío de un redoble de tambores que se extiende inimaginablemente y el triunfalismo de las melodías epopéyicas, han sido remplazadas por ruiditos anodinos, sin chiste, hechos con computadoras. Es una lástima que a los adolescentes de ahora les haya quedado tan poquito; pobres, les tocaron tiempos difíciles.
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