domingo, 13 de abril de 2014

En Mérida, la canción es de todos


Reportaje publicado en la revista Loop, diciembre 2008.


Aunque juntos suman casi 140 años de edad, algo tienen Ramón y don Beto que me hace sentir como si estuviera con un par de veinteañeros. El desenfado, la risa fácil y esas emociones sin domesticar, que van de un lado a otro con la música, y que lo mismo los llevan a las lágrimas que a las carcajadas, parecen ser su elixir de eterna juventud.

Bohemios de afición
Vine a Mérida para ver cómo se vive el ambiente de la trova. En cuanto llegué me comuniqué con Ramón Triay, la persona de quien me habían hablado en la Secretaría de Fomento Turístico. Él, dijeron, era experto en el tema y con gusto podría servirme de guía. “Lo voy a llevar a un lugar en donde toca uno de los mejores trovadores –me dijo por teléfono en voz baja, como confiándome un secreto–. En 10 minutos estoy por usted”. Eran las tres de la tarde y el calor era salvaje, pero no podía desdeñar a mi anfitrión, así que acepté ir con él a La Dolce Vita, el restaurante en donde Beto Burgos toca desde 1995. 

Ramón Triay.

Bajo de estatura, con reminiscencias de cabello echadas hacia atrás y lentes oscuros, don Beto, el guitarrista y cantante de 74 años, nos saluda sonriente y viene a sentarse a nuestra mesa. Ramón le dice que soy periodista, le explica que estamos aquí para que nos hable sobre trova yucateca, sobre sus casi 60 años haciendo música y, por supuesto, para escucharlo cantar. Entonces viene una cascada de anécdotas que se intercalan con canciones de Guty Cárdenas, de Pastor Cervera, de Ricardo Palmerín, de Armando Manzanero y más compositores, primordialmente yucatecos. Don Beto dice lamentar no tener talento para componer, pero al escucharlo modular esa voz potente que tiene, y oír lo que es capaz de hacer con esa guitarra vieja con que se acompaña, es claro que su público no tiene nada que reprocharle. “Canta bonito el señor, ¿no?”, me dice Ramón más como una afirmación que como pregunta. Él, por su parte, no hace música sino poemas. Muchos de ellos se han convertido en letras de canciones, como “Me estoy volviendo a enamorar”, que le escribió a la mujer con quien cumple 40 años de casado. “…Y aunque parezca loco lo que siento / Y aunque parezca un viejo en el intento / Sé que me estoy volviendo a enamorar”, recita espontáneamente, con voz pausada y brillo en los ojos. En su cara grande y redonda brota una sonrisa de orgullo, y yo no puedo evitar un incómodo nudo en la garganta. “Como yo no le puedo comprar un anillo de brillantes a mi mujer, pues le escribí un verso”, dice para rematar.

Un mesero lleva botana y otra ronda de cervezas a la mesa. Aprovechando la vuelta se acerca a darle un recado a don Beto: la clientela lo quiere oír cantar.

La trova desde la raíz
Por su posición geográfica, Yucatán mantuvo durante mucho tiempo más contacto con Centro y Sudamérica que con el resto de México. Esto tiene que ver con que a finales del siglo XIX haya nacido lo que hoy se conoce como trova yucateca, un estilo de canto popular apoyado en el romanticismo de la época, que mezcla poesía lírica con ritmos cálidos y sensuales, como la clave y el bambuco, de origen colombiano, y el bolero, procedente de Cuba.

El auge vino a principios del siglo XX, con figuras como Pepe Domínguez, Ricardo Palmerín y Guty Cárdenas, a quien comparaban con Carlos Gardel. El Museo de la CanciónYucateca, ubicado en la calle 57, número 464, en Mérida, dedica una sala completa a este último. Ahí se exponen algunos de los acetatos que grabó entre 1927 y 1932, fotografías, una de sus guitarras y hasta la bala que lo mató en una riña de cantina cuando tenía solo 26 años de edad. 



Mario Bolio, promotor cultural del museo, me habla de otro emblema en la historia de la música yucateca: “Peregrina”, la canción que Felipe Carrillo Puerto, entonces gobernador de Yucatán, le dedicó a la periodista estadounidense Alma Reed, de quien se enamoró al momento de conocerla, en 1923. La historia es tan apasionada que fue llevada al cine en 1951, con Joaquín Cordero. Una nueva versión a cargo del cineasta Carlos Bolado se empezó a producir hace un año, pero proyecto se cayó aparentemente por falta de presupuesto. Y si la historia es apasionada, la canción no lo es menos. Con música de Ricardo Palmerín y letra de Luis Rosado Vega, ambos yucatecos, “Peregrina” ha cobrado vida en la voz de los grandes, entre ellos Jorge Negrete, cuya versión grabada en vivo, acompañado del TríoCalaveras, vale la pena escuchar.

La sala Poetas, Compositores e Intérpretes de Ayer, de Hoy y de Siempre tiene más de 70 retratos al óleo de las principales figuras de la música yucateca. Entre las multitudes destacan Armando Manzanero, Pastor Cervera, Luis Demetrio Traconis, Guadalupe Trigo, Sergio Esquivel y los letristas Monís Zorrilla, Ermilo “Chispas” Padrón y Ricardo López Méndez. Pero, ¿qué tiene eta tierra que le ha dado tanto a la música popular mexicana? Juan Duch, presidente del museo, me da su teoría: “Yucatán siempre ha sido un lugar tranquilo: sin mucha gente, el clima cálido, pero agradable por las noches. Eso daba ocasión a que se formaran tertulias afuera de las casas. Todos agarraban una guitarra, se ponían a cantar, a componer; así empezó el ambiente bohemio. Aquí siempre encontrarás gente contenta, dispuesta a ayudarte… Mucho de eso es lo que nos da el ambiente de la trova, porque para cantar y tocar tienes que estar contento”.

El museo inauguró una nueva sala el pasado noviembre, aprovechando la celebración por sus 30 años de existencia. Este nuevo espacio está dedicado a Armando Manzanero, quizás el compositor yucateco con más proyección internacional.

Música para la calle
Todo el centro de la ciudad es una fiesta. Las calles quedan cerradas a paso de los automóviles, y la gente, turistas y lugareños, aprovecha para ir de un lado a otro saciando antojos de momento: un rato aquí para conversar y tomar café; más tarde una cerveza en el bar de la esquina, donde toca un par de trovadores; luego tal vez cenar en uno de tantos restaurantes de la zona; y después, por qué no, ir a pedirle complacencias a alguno de los casi 140 tríos que cada noche se instalan en torno a la Plaza Principal. O bailar salsa a media calle con alguno de los grupos que estarán tocando hasta las dos de la mañana. 



Así es cada sábado desde enero de 2002, cuando el ayuntamiento lanzó el programa “En el corazón de Mérida”, para celebrar el aniversario 460 de la fundación de la ciudad. Hoteles y restaurantes sacan mesas y música a la calle para hacer de la noche una gran fiesta al aire libre. Pero hay que aclarar que el jolgorio de las calles no empieza el sábado: cada lunes en la noche, frente al ayuntamiento, se presenta una muestra de la Fiesta del Pueblo, que data del siglo XVII. Para hacer gala de su riqueza, los hacendados organizaban grandes convites mientras los vaqueros herraban el ganado y las esposas de éstos bailaban fandangos, seguidillas y romances. Estas fiestas se conocen hoy como “vaquerías” y son protagonizadas por los grupos del Ballet del Ayuntamiento de Mérida, acompañados por la Orquesta Jaranera. 

Por otro lado, entre las tradiciones más arraigadas de la ciudad, están los jueves de Serenatas Yucatecas, que desde 1965 han congregado cada semana, ininterrumpidamente, a miles de personas en el Parque Santa Lucía, conocido también como “el altar de la trova”. A la fecha son más de 2,000 serenatas las que se han llevado a cabo en este emblemático escenario, por el que ha pasado un sinnúmero de trovadores, muchos de ellos convertidos ahora en celebridades.

Trovadores del siglo XXI
Después de 20 minutos perdido en una zona residencial, el taxista llega al lugar indicado. Es un poco raro que sea aquí, tan lejos de los puntos efervescentes de la ciudad, pero no hay duda de que estamos en el sitio correcto: “+D’30 Bohemian Bar”, dice el anuncio. La música y los coros –en realidad gritos– de la gente llegan hasta el taxi: “¡Pasa ligera, la maldita primavera!”. Por un momento creo que fue un error haber atendido esta recomendación. ¿Qué tengo que hacer yo aquí adentro escuchando canciones de Yuri?

Decido asomarme por no dejar y encuentro un lugar pequeño, lleno hasta el tope. ¿Cómo lo podría describir? ¿Como un punto intermedio entre una peña y un lounge bar? A pesar de lo que aclara su nombre, adentro veo gente que va de los veinte a los cincuenta y tantos. En el escenario, un dueto de guitarra y batería toca los últimos acordes de “La maldita primavera”, que luego se convierten en los primeros de “Cuando sea grande”, el clásico ochentero de Miguel Mateos. La gente aplaude, ríe y grita fervorosa con el popurrí electroacústico. “¡Soooooy… un chico de la calléele!”. Siento algo parecido a un corto circuito –supongo que causado por esa mezcla bizarra de rock en español y éxitos de la OTI–, pero no puedo negar que hay algo que me provoca… ¿emoción?

Javier Alcalá toca aquí todos los miércoles, jueves, y sábados. Además, junto con Karim Rahme y Eduardo Vázquez, es dueño del bar desde hace casi tres años. En cuanto termina el set lo abordo para preguntarle por qué y cómo pueden tocar por igual canciones de Silvio Rodríguez, Timbiriche, Agustín lara, Coda, Emmanuel… y, por si fuera poco, algo de trova yucateca tradicional, como Guty Cárdenas, Luis Demetrio o material de los primeros discos de Manzanero. “¿Acepta la gente ese revoltijo? ¿Nunca ha llegado algún purista a reclamarte?”. Su risa es evidencia de que ya ha lidiado antes con esto. “He recibido muchos comentarios, tanto positivos como negativos, pero nuestra lógica es que toda, o casi toda la música que se toca aquí resulta muy significativa para gente entre 30 y 40 años… son canciones que le recuerdan muchas cosas a toda una generación”. Por un momento me siento tentado a discutirle el punto, pero desisto a tiempo: ¿acaso su argumento podría tener mejor aval que los llenos constantes del +D’30?

Hubiera querido despedirme de Ramón Triay en persona, pero el tiempo se vino encima y no pude más que hacerlo por teléfono, ya de vuelta en el DF. Para entonces había visto el video que me obsequió: Las letras vestidas, 42años de vida profesional, un homenaje que le hicieron en su ciudad el pasado mes de junio. Además de volver a agradecer su ayuda le di mis felicitaciones. “Gracias a usted, me dio mucho gusto conocerlo”, me dijo; estoy seguro de que tenía esa sonrisa de orgullo que le conocí.

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