lunes, 28 de abril de 2014

Ojos que sienten

Reportaje publicado en la revista Domingo, marzo 2013


Al igual que otros miles de niños y adolescentes mexicanos, hubo un tiempo en que Abraham quiso ser futbolista. Por un año, incluso, formó parte de las fuerzas básicas del Necaxa. Quienes lo vieron jugar saben que era muy buen portero… hasta que empezó a dejar de ver el balón.  “¡¿Estás ciego?!”, le gritaban sus compañeros de equipo, furiosos, cuando se le escurría la pelota e iba a dar hasta la red. Ellos no sabían, pero Abraham padecía retinosis pigmentaria, un problema ocular que, según los pronósticos médicos, tendría que haberlo dejado sin vista desde años atrás.

El hombre al que le cambió la vida
Vine a casa de Abraham para conocer su historia. La idea surgió hace apenas unos días, tras leer en una página de internet que la fotógrafa mexicana, Georgina Badenoch, sería condecorada por la Reina Isabel II con la Medalla del Imperio Británico. ¿A qué se debe el honor? A la labor que ha venido realizando a través de Ojos que sienten, una asociación civil que fundó en 2006 para ofrecer ayuda a personas con discapacidad visual. El nombre de Abraham Sorchini salió a relucir cuando hablé para comunicarles mi interés de narrar un caso de éxito, la historia de alguien a quien la organización le hubiera cambiado la vida.

Según me cuenta, Abraham tiene apenas unos meses viviendo aquí, en Cuautitlán Izcalli, un municipio ubicado en la parte noroeste del estado de México. Antes vivía en la delegación Iztapalapa, en el DF, pero llegaba a hacer hasta tres horas de camino a Tultitlán, otro municipio, colindante con Cuautitlán Izcalli, donde se encuentra la planta de Unilever, empresa para la cual trabaja desde junio. La mudanza fue a tal grado favorable que redujo el trayecto diario a poco menos de media hora.

Justo voy a preguntarle por su esposa, cuando ella aparece. No viene sola, sino con Aurora, hija de ambos, que cumplió seis meses en marzo. Karen, a diferencia de Abraham, no ve absolutamente nada.  

Diálogo en la oscuridad
Apoyados con un bastón, y siguiendo las instrucciones que iba dando la voz de un guía invidente, un grupo de personas, entre las que estaba Gina Badenoch, recorría la sala Diego Rivera, del Palacio de Bellas Artes, que se encontraba completamente a oscuras. La intención era que, al no ver, los visitantes pusieran más atención que de costumbre a sus otros sentidos, y fueran captando sonidos, texturas, aromas, cambios de temperatura… con la idea de experimentar, aunque solo fuera mínimamente y durante unos minutos, algo similar a lo que vive un ciego. Se trataba de la exhibición “Diálogo en la oscuridad”, una propuesta del periodista alemán Andreas Heinecke, que se presentaba por primera vez en México, luego de haber tenido un éxito rotundo en más de cien ciudades desde su estreno en 1988. Gina salió de Bellas Artes con una interrogante en la mente: “¿Qué pasaría si yo pudiera enseñarle a personas ciegas cómo tomar fotografías, para que ellos nos mostraran a quienes vemos, cómo perciben el mundo?”. Ella estaba entonces por irse a estudiar la maestría Imagen y Comunicación en la Goldsmiths University of London, así que la pregunta pronto se convirtió en tema de investigación –le interesaba saber qué tan viable era llevarlo a la práctica– y poco después en realidad: en 2005, de regreso en México, Gina impartió su primer taller de fotografía sensorial para personas con discapacidad visual.

Para entonces, Gina había estudiado el trabajo fotográfico de Evgen Bavcar, Flo Fox y el mexicano Gerardo Nigenda, los tres ciegos, y se había dado cuenta de que, para quienes han quedado privados de la vista, la información que reciben a partir de sus otros sentidos, no solo cobra mucho más relevancia, sino que puede llegar a ser un gran detonador de emociones. Su intención, entonces, era mostrarles a personas con discapacidad visual que ellos también eran capaces de tomar fotografías, cambiando así, primero su autopercepción, y posteriormente, la percepción de la sociedad en general acerca de ellos. “Al enfocarse en crear una imagen a partir de lo que siente, la persona cae en cuenta de lo que es capaz de hacer con sus otros sentidos. Esto cambia su percepción de que ser ciego es ser inútil, e inmediatamente sube su autoestima”.

Los resultados obtenidos en ese primer taller fueron tan gratificantes que sirvieron para reafirmar sus propósitos y descubrir que por ese camino podría llegar aún más lejos. Entonces empezó a tomar forma la idea de crear una organización que pudiera tener un mayor impacto en la sociedad. Una asociación civil que le diera voz a aquéllos que, por padecer de una discapacidad visual, habían permanecido relegados de la dinámica social. Bajo este objetivo, nació en 2006 Ojos que sienten A.C.

Su blusita rosa
Hace unos días, cuando empecé a coordinar este encuentro, caí en cuenta de que nunca había conversado frente a frente con un ciego. Tal vez sea una ingenuidad de mi parte, pero debo reconocer que la situación me tenía un tanto inquieto. No quería que se me escapara un comentario fuera de lugar… me preocupaba, sobre todo, caer en ese error frecuente y tan desafortunado de convertir la empatía en conmiseración. Lo que yo no había considerado, es que Abraham y Karen están acostumbrados a tratar con todo tipo de gente y a lidiar sin problemas con torpezas como las que yo estaba temiendo cometer. Además están contentos con mi visita y con la idea de dar a conocer su historia, de la cual se sienten orgullosos. Eso ayuda a que la tensión ceda poco a poco.
Abraham es aficionado al futbol soccer.

Karen Guerrero también trabaja en Unilever, aunque no en la planta de Tultitlán, sino en el corporativo, que está en el desarrollo urbano Santa Fe. Me cuenta que para ir y venir utiliza el servicio de transporte que ofrece la empresa, así que los traslados no le resultan particularmente complicados. “¡Por cierto…! Tengo que responder un par de mails”, recuerda de pronto, y se dirige a Abraham para encargarle a la niña por un momento. Mientras él se sienta a su hija en las piernas, ella le aclara: “Le puse su blusita rosa”. Y luego voltea para preguntarme: “¿Se ve bonita?”. “Claro –le digo–, muy bonita”. Y ella va sonriendo con orgullo hacia la mesa del comedor, donde está su laptop.
          
Los primeros años
María Esther y Eduardo empezaron a sospechar que Abraham tenía un problema de visión desde que lo vieron chocar contra los muebles al gatear. Sin embargo, el temor a que un especialista confirmara sus sospechas les impidió hacer algo al respecto. No fue hasta que su hijo había cumplido cuatro años cuando lograron armarse de valor y lo llevaron a la Asociación para evitar la ceguera en México (APEC), una institución de asistencia privada que ofrece atención oftalmológica a pacientes de escasos recursos –como es el caso de la familia de Abraham–, ubicada en la delegación Coyoacán, en la Ciudad de México. A los padres no les quedó más remedio que enfrentar una realidad que habían eludido por años: el padecimiento de Abraham era progresivo y todo parecía indicar que se quedaría completamente ciego alrededor de los doce años.   

Ante lo inevitable, lo mejor era empezar a darle a su hijo las herramientas que a la vuelta de unos años iban a resultar indispensables, como aprender a leer el sistema Braille, e inscribirlo en alguna escuela especializada en ciegos y débiles visuales. Sin embargo, y aunque los médicos fueron muy claros en ello, para María Esther y Eduardo seguía siendo muy difícil aceptar las circunstancias y las recomendaciones quedaron en el aire. “Mis papás se resistían a la idea, así que me compraron lentes y me inscribieron en una escuela normal, de gobierno. Yo, mal que bien, alcanzaba a hacer las actividades escolares; con gafas, pero podía leer y hacer prácticamente todo. Digamos que encontré la forma de llevar una vida escolar normal, hasta donde me fue posible”.

Abraham llegó a la edad en que supuestamente iba a perder la vista por completo y, aunque su problema se acentuaba cada vez más, no había dejado de ver. Enfrentaba, eso sí, muchas frustraciones, como tener que dejar de jugar futbol, y cualquier cantidad de situaciones incómodas, sobre todo mientras cursaba la secundaria en una escuela de ciudad Nezahualcóyotl, un ambiente que por momentos resultaba demasiado agresivo para él. “A veces las bromas de mis compañeros eran bastante pesadas: me escondían los lentes, me hacían quedar en ridículo… no me quedó más opción que empezar a hacer justicia por mi propia mano”. Abraham era el más alto y corpulento del salón, lo que le sirvió para hacerle frente a unos cuantos, con tal de que dejaran de agredirlo.

Líderes con visión
En junio de 2012, tocó a Los Cabos, Baja California Sur, ser sede de la cumbre del G-20, entonces en su séptima edición. Ahí, autoridades gubernamentales y empresarios mexicanos firmaron un acuerdo de compromisos planteados en el proyecto Líderes con visión, un modelo de educación, sensibilización e inclusión laboral, que privilegia la diversidad,  atracción de talento y productividad, formando personas que carecen de oportunidades para desarrollar su potencial. Este modelo fue desarrollado por Ojos que Sienten, a partir de las necesidades planteadas en el Decreto por el cual se creó la Ley General para la Inclusión de Personas con Discapacidad, publicado en el Diario Oficial de la Federación, en mayo de 2011. Sus objetivos, según explicó la propia Gina Badenoch durante su intervención en dicho evento, son: “…que un grupo de personas que ha sido vista desde su discapacidad, ahora sea valorada por su capacidad y talento; y que la educación de calidad e inclusión de personas con discapacidad se convierta a lo largo del tiempo, en una práctica e inversión altamente común entre las empresas en México”.

Microsoft, Danone, DELL, General Electric, Scotiabank Inverlat, Cinépolis, CIE Corporación Interamericana de Entretenimiento y Fundación Manpower son algunas de las empresas que, para entonces, se habían afiliado al proyecto, al igual que Unilever México, la empresa que hace unos meses les dio a Karen y a Abraham una oportunidad de trabajo que les cambiaría la vida. 

De acuerdo con Cecilia García, gerente de Recursos Humanos para ventas, y cabeza del programa Diversidad para Unilever México y Caribe, la empresa de la cual forma parte, se ha consolidado como un ejemplo a seguir en lo que se refiere a diversidad e inclusión. “Hay empresas que, aunque no firmaron el acuerdo en el G-20, llaman para preguntarnos cómo nos está resultando la puesta en práctica del proyecto, porque tienen interés en sumarse. A mí me da gusto poderles decir que los resultados han sido muy positivos, y ver que cada vez hay más conciencia sobre este tema”.

Cuando todo empieza a cambiar
La vida de Abraham empezó a dar un giro de 180 grados el día que conoció a Karen. Fue el 12 de marzo de 2012 –lo recuerda bien–, durante el VII Congreso Latinoamericano de Ciegos, que se realizó en el Hotel Ramada de la Ciudad de México, donde ambos formaban parte del equipo de voluntarios. De entrada, admiró que tuviera una carrera profesional (Psicología) y que además estuviera estudiando una maestría en Desarrollo del Capital Humano. Pero además, y sobre todo, le sorprendió la gran actitud que tenía ante la vida, aun cuando, a diferencia de él, su visión es nula desde los 10 años, debido a que padece la enfermedad de Stargardt.

Al poco tiempo de haberse conocido se hicieron novios y todo empezó a cambiar para él, que hasta entonces había sido tímido y reservado: con Karen se animó a ir al cine, a conciertos, a plazas comerciales… empezó a vivir cosas que no había vivido antes. Por ella, incluso, llegó a Ojos que sienten, y logró integrarse a Líderes con visión, el proyecto que meses antes había sido presentado en el G-20, y que muy pronto empezaría sus actividades de capacitación.

Para mediados de diciembre tenían alrededor de un mes viviendo juntos y ambos acababan de perder su empleo, así que estaban desesperados. Fue entonces cuando Karen recibió una llamada telefónica en la que la invitaban a formar parte del proyecto. “Había cupo para quince personas, a las que iban a seleccionar según el currículo, y como ella tiene licenciatura e inicio de maestría, pensaron rápidamente en ella. El problema era yo, que no había terminado la preparatoria y, aunque fui a entrevista, quedé fuera. No diría que caí en depresión, pero sí me dio mucha ansiedad no saber qué iba a hacer”. Sin embargo, era solo cuestión de tiempo para que Abraham recibiera una nueva oportunidad. “No sé qué se habrán quedado pensando pero a los pocos días me hablaron para decirme que querían conocerme mejor, así que volví a ir. Esa vez la entrevista fue más profunda. Me pidieron que les contara mi historia. Al final me dijeron que les gustaba mi actitud y que si quería estaba dentro”. En ese momento, Abraham decidió que iba a retomar sus estudios para terminar la preparatoria cuanto antes.

Lo que hay en la pantalla
¿Qué significa ser débil visual? O, para ser más claros: ¿cómo es la vista de Abraham? Desde que empecé a platicar con él noté que es capaz de seguirme con la mirada, aunque para caminar se siente más seguro si utiliza su bastón. Me intriga saber cómo y qué tanto ve, así que se lo pregunto. “Te podría decir que veo más o menos un 40% y alcanzo a distinguir un 25%. Veo borroso y hay colores que no distingo, pero puedo darme cuenta, por ejemplo, de que usas barba”. A sus 27 años, Abraham ya superó por mucho el pronóstico que le dieron hace veintitrés. Sin embargo, eso no lo hace abrigar falsas esperanzas: sabe que llegará el día en que pierda la vista por completo y dice estar preparado para ello.

Karen lleva ya buen rato tecleando en su laptop. Veo que utiliza unos audífonos, y entiendo que con ellos debe de suplir –en la medida de lo posible– su falta de visión, pero aún tengo muchas dudas sobre cómo puede manejar una computadora sin ver. Para aclararlas, Abraham sugiere que me ponga el auricular. “¡Es como oír a alguien hablando en lenguas!”, le digo. Ambos ríen y me invitan a que escuche otra vez, pero antes él disminuye la velocidad de la voz. Ahora capto: se trata de un programa que verbaliza todo lo que aparece en el monitor. “Te va diciendo lo que hay en la pantalla según dónde pongas el cursor”, me explica Karen. Y sí: puedo comprobarlo mientras la velocidad no esté muy alta. Les digo que estoy impresionado por la capacidad que han desarrollado para entender y registrar palabras pronunciadas a velocidad ultra rápida. “Solo así puedes leer libros de 1,000 páginas en menos de una semana”, me presume Karen, y yo me quedo pensando en todo lo que me falta por conocer.

Cambiando perspectivas
En ocho años de historia, Ojos que sienten ha logrado impactar a casi 400,000 personas, mediante diferentes actividades enfocadas a cambiar la percepción sobre la gente con discapacidad visual. Para lograrlo, la asociación ha trabajado en dos flancos: por un lado, ofrece cursos a quienes padecen esta discapacidad con el fin de desarrollar en ellos diversas habilidades, empoderarlos y ampliar así sus oportunidades de integrarse a la vida laboral, además de fortalecer su posición en el ámbito social. Por otro lado, lleva a cabo distintos ejercicios con quienes no padecen una discapacidad de este tipo, para ayudarlos a generar empatía y propiciar un mejor entendimiento de lo que significa vivir bajo estas condiciones.

Como parte de la primera generación de Líderes con visión, Abraham y Karen pasaron por un proceso de capacitación de cuatro meses antes de ser candidatos a ocupar un puesto en alguna de las empresas afiliadas (aunque desde el principio todos fueron advertidos de que el trabajo no estaba garantizado para nadie y cada quien debía ganarse el puesto). Durante este tiempo estuvieron percibiendo un ingreso mensual para manutención en calidad de préstamo, bajo la única condición de que, una vez que hubieran obtenido empleo, fueran regresando poco a poco tal cantidad. Comunicación oral y escrita, computación, inglés, desarrollo humano, finanzas personales y manejo de grupos son algunas de las áreas comprendidas en el plan de estudios, además del curso Pensamiento creativo y comunicación a través de fotografía sensorial, que amerita mención aparte, pues es el punto de partida para todo lo demás. “En este taller uno aprende a sentir de verdad –explica Abraham–. Yo, por ejemplo, nunca me había detenido a observar las cosas con mis manos, con mis oídos… con mi intuición, incluso. La experiencia es muy interesante porque ayuda a darnos cuenta de que somos capaces de hacer más cosas de las que creíamos; y entonces todo empieza a cambiar”.  

Misión cumplida
En junio del año pasado, Abraham recibió una llamada en la que le avisaron que había sido elegido para integrarse al Departamento de Desarrollo Logístico, en la empresa multinacional Unilever. Al fin, después de un proceso que duró casi dos meses, en el que tuvo que realizar varias pruebas para demostrar sus aptitudes, vino la resolución a su favor. “Cuando supe que era el único de los candidatos con discapacidad pensé que no había posibilidades de quedarme. Por eso fue muy emocionante que me hablaran y me dijeran que se habían decidido por mí. ¡Al fin iba a trabajar en una gran empresa, con prestaciones...! Había llegado el momento de demostrar que podía”.

Abraham, que meses antes había tenido como máxima aspiración trabajar en un call center, se convirtió en la primera persona con discapacidad en ser contratada por Unilever. Además de alegría, la noticia llevó alivio a casa, pues para entonces Karen iba a cumplir seis meses de embarazo y, de no conseguir empleo pronto, se hubieran visto en una situación bastante complicada. Cuatro meses después, a finales de octubre, vino una nueva gran noticia: Karen había sido seleccionada para incorporarse al área de Recursos Humanos.
Abraham con sus compañeros de trabajo.

Diego Mc Kelligan, gerente de Logística y Planeación Estratégica, habla en tono de confesión al reconocer el desconcierto que le provocó saber que, en su nuevo equipo de trabajo había alguien en las condiciones de Abraham. “Valoro mucho que la empresa tenga este tipo de iniciativas, pero cuando supe de Abraham, la verdad me dio miedo. Fue hasta que lo conocí y me di cuenta de su potencial que recuperé la confianza. Los prejuicios quedaron atrás, y es que hace tan bien su trabajo que se nos olvida el tema de su discapacidad”. Escucho a Diego y pienso en lo que apenas unos días antes me decía Gina, al entrevistarla. Lamento que no haya estado presente para escucharlo, porque sé que le hubiera dado gusto, pero no importa: en algún momento leerá este reportaje y creo que tendrá más motivos para confiar en que la misión de Ojos que sienten se está cumpliendo a cabalidad: “Queremos acabar con los sentimientos de lástima hacia los discapacitados. Yo los invito a que nos olvidemos de etiquetas y veamos a las personas por todo lo que representan. Ser discapacitado no es la esencia de una persona, es solo una condición”. Enhorabuena, Gina, y felicidades al equipo que convierte en realidad sueños como el de Karen y Abraham.





domingo, 20 de abril de 2014

En el viaje de todos los días

Cuento inédito, incluido en el libro Cinco historias cortas sobre mujeres feas

Cansado y con la mente saturada de disgustos, llegó a la entrada del metro, en donde lo esperaba ese olor a orines al que se había vuelto inmune por costumbre. Caminó a la par de muchos otros bultos humanos que, como él, arrastraban los pies rumbo a casa. Grupos de albañiles con el cabello y la ropa salpicados de mezcla, secretarias aferradas a sus bolsos y los reflejos listos para esquivar manotazos, oficinistas de medio pelo, estudiantes haciendo alboroto por nada… todos descendían por la escalera hacia el subsuelo de la ciudad. Al llegar al andén, la masa de la cual formaba parte Mauricio se integró a un bloque aún mayor de gente ansiosa por abordar el vagón.
Volteó de un lado a otro en busca de una mujer atractiva; una cara linda, un cuerpo bien formado en el cual descansar la mirada, abstraerse de los problemas y evadir la pesadumbre que le provocaba tanta grisura alrededor. Siempre lo hacía, de manera instintiva, respondiendo a una necesidad natural de sentirse en armonía. Sin embargo, nada hubo en su campo de visión que le atrajera y no tuvo más remedio que refugiarse en el libro que cargaba, tal como solía ocurrir.
Cada mañana salía de casa antes de las siete para poder llegar a su trabajo a las ocho. Abordaba el metro en Miguel Ángel de Quevedo y recorría seis estaciones hasta Centro Médico, en donde se cambiaba a la línea nueve para dirigirse a Tacubaya. Llegar hasta ahí le tomaba más o menos media hora. Luego tenía que hacer una fila de quince o veinte minutos para subirse a un camión que, luego de otra media hora pasaría frente a la editorial en donde trabajaba como diseñador. Al momento de encender su computadora, Mauricio llevaba ya dos horas despierto y más de una sorteando las desavenencias del transporte público. Después venía su jornada de trabajo, que siempre sobrepasaba las ocho horas reglamentarias, y luego el viaje de vuelta, que arrojaba en su departamento lo que quedaba de él cuando ya pasaban de las ocho de la noche. La gente solía preguntarle por qué no se mudaba a una zona más cercana a su trabajo, pero hasta entonces había sido más su desidia que su determinación por hacerse la vida menos difícil y no dejaba de recorrer montones de kilómetros diarios.
Un bufido en el interior del túnel provocó respingos en el gentío, que hasta ese momento se había mantenido quieto. El tren anunciaba su llegada y nadie quería quedarse a esperar un turno próximo. Los de más atrás trataron de ganar terreno a empujones; los de enfrente respondieron poniendo duro el cuerpo, defendiendo el territorio que les correspondía por haber llegado primero. En cuanto se abrieron las puertas, el tumulto se abalanzó hacia el interior del vagón. A veces Mauricio entraba a la pelea por un asiento, pero ese día no andaba de humor, así que aflojó el cuerpo, resignado a viajar de pie, y se dedicó a observar la lucha de otros mientras se aseguraba del tubo.
Horas antes había enfrentado a Elsa, su jefa, en uno de sus arranques. No estaba él para saberlo, pero varias veces la había escuchado hablar con alguna compañera de trabajo sobre el tratamiento hormonal que debía seguir para regular una deficiencia de su organismo que a él no le interesaba entender. Según ella por eso estaba gorda y tenía desajustes en su personalidad. Las causas de su gordura y de sus constantes arrebatos le importaban poco; el problema era tener que soportarla día con día y ser blanco permanente de sus groserías.
Al cerrarse las puertas, el calor y la humedad se volvieron casi insoportables. Mauricio sintió dos hilos de sudor resbalando desde sus axilas y pensó, incómodo, que a todos ahí les debía estar ocurriendo lo mismo. Quiso seguir leyendo e intentar así desentenderse del sofoco, pero los cuerpos que se le encimaban le impidieron colocar el libro al alcance de su vista. En cambio,  se topó con un niño pequeño que lo observaba detenidamente. Lo cargaba en brazos una adolescente que no parecía su mamá, sino su hermana, con la cara hinchada y salpicada de espinillas. El bebé llevaba un mechón de cabellos pegado en la frente, y sobre la piel morena y tierna de su rostro destacaban pegostes de algo que podría ser chocolate. Eso mismo parecía tener embarrado en sus manitas, que había estirado hacia él hasta alcanzar la manga de su camisa.
–No, mijo, no molestes al señor… agárrate de aquí –le indicó la adolescente ofreciendo al niño su propia blusa y a Mauricio una sonrisa en son de disculpa.
–Está bien… no importa –respondió él, no sin un poco de asco, aunque sintiendo auténtica simpatía por el niño.
Quiso abrir una ventana que tenía frente a él pero estaba trabada y no pudo. Frustrado, se despegó la camisa de la espalda y paseó la mirada por todos lados sin que se le ocurriera otra cosa que hacer. Un tipo con los pantalones rotos y una playera sin mangas accionó un reproductor de discos conectado a una bocina rota que cargaba dentro de una mochila.
–¡Las mejores canciones románticas de ayer, hoy y siempre! –gritó con los acordes distorsionados de una balada como fondo–. ¡Son 50 éxitos en formato MP3! Le contiene lo mejor de Juan Gabriel, Alejandro Fernández, Roberto Carlos, Emmanuel, entre muchos más… Hasta hace poco, los vendedores del metro cubrían todo tipo de necesidades al ofrecer una amplia gama de “productos de calidad”: juegos de geometría, lupas, manitas de madera para rascarse la espalda, bufandas, pilas, cortaúñas, mapas de la ciudad, paraguas, remedios para todo tipo de dolencias, chicles, cuadernos… pero ahora, de unos meses para acá, los discos pirata han arrasado con todo. ¿Será que nada se vende tanto como la música o es que a los vendedores se les acabó la imaginación? Al hacerse esta pregunta, Mauricio volvió a pensar en Elsa, su jefa. “Tienes que trabajar con la imaginación –le echaba en cara cada tercer día–. A ver… ¿cómo te explico que en este trabajo la creatividad es obligatoria? Proponme algo original, paptio, ¡algo que me sorprenda”.
El niño manoteó y llamó nuevamente la atención de Mauricio, quien le dirigió una sonrisa amistosa mientras le toqueteaba la panza con un dedo.
–¿Cómo te llamas? –preguntó.
–Dile al señor cómo te llamas –intervino la madre–. Dile: “Pablo”.
El pequeño balbuceó su nombre con dificultad y Mauricio se sonrió ahora con la muchacha, quien le mostró sus dientes chuecos y demasiado grandes. Su estatura rebasaba por muy poco el metro y medio.
–¿Es tu hijo? –quiso cerciorarse.
–Sí.
–¿Cuánto tiene?
–Un año siete meses.
A punto de llegar a la estación Centro Médico, en donde debía cambiarse a la línea verde en dirección a Universidad, Mauricio se despidió de Pablo agitándole el cabello, y de su madre adolescente con otra sonrisa que ella correspondió de la misma manera. Una ráfaga de viento lo refrescó al salir del vagón y le dio alivio, pero en cuanto empezó a caminar volvió a ser conciente del cansancio que suele atacarlo a esas horas del día. Entonces se acordó del correo electrónico que debió haber mandado horas antes. Elsa saldría de viaje en tres días y necesitaba haber solicitado sus viáticos ese mismo día si quería que estuvieran listos. Aunque no era parte de sus funciones, la propia Elsa le encargó que hiciera el trámite. “Como si fuera yo su secretaria”, pensó Mauricio. En ese momento estaba indispuesto, así que lo dejó para más tarde, pero luego lo olvidó. Odiaba darle motivos a su jefa para reprenderlo. En su reloj faltaban todavía algunos minutos para las ocho y pensó que con un poco de suerte la contadora estaría aún en su oficina. Salió a la calle en busca de un café internet y tuvo la fortuna de encontrar uno justo a la salida de la estación. Tres minutos más tarde había cumplido su objetivo, aunque no tenía manera de confirmar que su correo hubiera llegado a tiempo. Pagó el uso de la computadora con un billete de cincuenta y esperaba el cambio cuando sintió una presencia junto a él.
–Le caíste muy bien a mi hijo.
A Mauricio le sorprendió ver a la muchacha con su niño aún en brazos después de haberse despedido de ellos en el vagón. Aunque estaba oscureciendo alcanzó a ver sus uñas con el esmalte quebrado, las manos sucias y el cabello en desorden, mal agarrado con una liga. La combinación de facciones infantiles con rasgos de mujer adulta que encontró en ella lo provocó a preguntarle su edad. “Dieciséis”, la oyó decir con una voz más suave que la que le había oído antes. Restó dos de manera automática y concluyó que debió haber tenido catorce, tal vez trece años al momento de quedar embarazada. Mauricio ya casi no se acordaba de cuando él había tenido esa edad.
–¿Cómo le haces para mantenerlo? –se atrevió a preguntar.
La adolescente echó la mirada al suelo y dejó pasar unos segundos antes de responder.
–Pues como puedo... a veces me ayuda mi mamá.
El tipo que atendía en el café tuvo listo el cambio y se lo entregó a Mauricio, quien, a su vez, se lo dio a la muchacha.
–Toma, de algo te puede servir.
Ella tomó las monedas sin agradecer la dádiva, dirigiendo a Mauricio una expresión dura que le sumaba varios años a su semblante. Pablo rezongó por seguir aprisionado en los brazos de su madre, y empezó a patalear buscando que lo liberara. Al colocar a su hijo en el piso, la adolescente vio a su benefactor darse la vuelta y dirigirse nuevamente a la estación.
–Necesito más dinero –le dijo en voz alta para hacerlo voltear.
–Discúlpame, pero no traigo más –mintió él, llevando las manos a las bolsas de su pantalón y fingiendo prisa.
–No te estoy pidiendo nada gratis –lo enfrentó ella, aproximándose hasta llegar a una distancia en la que pudiera hablarle en voz baja–. Te la chupo hasta que te vengas por doscientos pesos.
Mauricio enfocó la cara regordeta y llena de acné de la adolescente, e imaginó cuán repugnante sería tener el miembro en su boca, a expensas de esos dientes que parecían indomables.
–Te va a gustar, sé hacerlo muy bien –aseguró ella.  
Él bajó la mirada buscando a Pablo, a quien encontró sentado en el suelo, jugando con la envoltura de un dulce.
–Pero… aquí no se puede. Además tengo prisa, tú vienes con tu hijo y… mejor te doy lo que necesitas –dijo mientras se sacaba la cartera.
–¿No que no traías?
–Hace rato pasé al cajero, se me había olvidado. Toma: doscientos pesos, no tienes que darme nada a cambio.
La muchacha permaneció inmóvil, sin siquiera voltear a ver el billete que Mauricio le ofrecía.
–Es todo lo que te puedo dar, tómalo –insistió él.
–Vamos a meternos a ese cine para ponernos a mano –la adolescente se acercó aún más para continuar hablándole al oído–. Te lo estoy diciendo por las buenas… pero si te sigues haciendo el difícil te lo digo por las malas: o vamos al cine y me das los doscientos pesos que te pedí o me llevo tu cartera con lo que traiga… ¡tú escoges!
Mauricio sintió el filo de una navaja en el estómago. Estaba apenas sobrepuesta, sin llegar a agredirlo, pero como amenaza fue suficiente para sentir que se le aflojaba el cuerpo. Nunca, en los siete años que llevaba viviendo en México, había sido víctima de los asaltantes, pero cada vez que en alguna charla se hablaba de atracos pensaba que cualquier día le podría tocar a él; era una cuestión de probabilidades. Ahora la cara de la joven era muy distinta a la que él recordaba haber visto por primera vez, al salir de Tacubaya.
A Pablo dejó de divertirle el papel que traía en las manos, así que se levantó del suelo para ir a hacerle berrinche a su mamá y jalonearle el pantalón.
–Ándale, vamos, que a este niño le va a dar sueño y va a empezar a molestar –insistió la muchacha.
Mauricio permaneció inmóvil, callado. Sudaba frío.
–Porque no me vas a salir con que prefieres darme tu cartera de a gratis, ¿verdad?
Un par de jóvenes, al parecer estudiantes, pasaron frente a él justo cuando extendía la mano para entregar su cartera. Él trató de llamarlos con la mirada, pedirles ayuda, pero ellos prefirieron no meterse en problemas y siguieron de frente, hacia la entrada del metro. Ahora la muchacha tenía apretadas las mandíbulas y los ojos encendidos.
–No lo tomes a mal, es que…
–¡Ya, ya, ya... mejor cállate! –interrumpió ella. Tras una pausa agregó–: Tú te lo pierdes.
Luego le arrebató la cartera, escupió al suelo sin dejar de verlo a los ojos y jaló a Pablo de la mano para marcharse de ahí. 
Entre la penumbra, con la ayuda de la luz artificial que arrojaban los coches, Mauricio contempló las siluetas de la madre y de su hijo hasta que se disolvieron a la distancia. Esperó unos minutos más a que las piernas dejaran de temblarle y el corazón apaciguara su ritmo para marcarle a su esposa. Le dijo que iba un poco retrasado pero que llegaría a casa en veinte minutos. No colgaba todavía el teléfono cuando una mujer hermosa atrajo su atención. Era alta y tenía una cabellera abundante que descansaba en sus hombros con naturalidad. Los rasgos finos de su rostro le daban distinción. “Ojalá vaya hacia Universidad”, pensó al verla entrar a la estación del metro. Caminaba atrás de ella, aquilatando su figura de proporciones justas. Tal como él esperaba que ocurriera, la bella mujer tomó el camino de la izquierda, el que llevaba al andén con rumbo hacia el sur, hacia donde él iba. Mauricio, entonces, se olvidó de Elsa, de su gordura, de sus hormonas; también de Pablo, de su madre adolescente y de los tres mil pesos que le acababa de robar; se olvidó de todo, al menos por un momento, y supo que el último tramo a casa sería mejor que el anterior.

jueves, 17 de abril de 2014

Irremediable

Minificción publicada en Reflexiones sin remedio (ICHICULT y Conaculta, 2000).

La misma brisa que le hizo sentir frío minutos antes, arrastraba una hoja de papel por el pavimento. Él apartó su vista del libro y contempló la lentitud con que el papel se acercaba a la banca donde había decidido sentarse. Para ello fue necesario un viraje caprichoso en el recorrido, un cambio de trayectoria sin explicación. El papel llegó al fin a sus pies y ahí se detuvo un instante. Él le clavó la mirada en busca de algo, de cualquier cosa que pudiera entenderse como un mensaje; una vaga señal, al menos. Una nueva ráfaga sacudió al objeto y lo hizo girar, dejando ver ambas caras en blanco; vacías. Él sintió una especie de desencanto que, aún reanudando su lectura, no desapareció del todo.


miércoles, 16 de abril de 2014

Mon Laferte: la virtud de renacer

Nota publicada en la revista GQ Chile, diciembre 2013.

Tenía solo 19 años cuando la televisión chilena se apropió de su talento para ponerlo en función del rating. A la vuelta de unos años, sin embargo, su naturaleza creadora la llevó a romper ataduras, hacer sus maletas y venirse a vivir a México, donde encontró la forma de renacer.




Cuando llegó, a finales de 2007, tenía 23 años y se llamaba Monserrat Bustamante. Venía de Chile, su país natal, donde había estado apareciendo diariamente en la televisión desde 2003. “Rojo, Fama Contrafama”, un programa de concursos que se transmitía por TVN (Televisión Nacional de Chile) y llegó a superar los 30 puntos de rating, la había lanzado al estrellato por ser dueña de una voz potente y muy bien educada que enloquecía al público chileno cada vez que le daba vida a una canción. En México, sin embargo, a Monserrat no la conocía nadie. ¿Por qué, entonces, había decidido venir, sabiendo que tendría que volver a empezar su carrera de cero? 


¿De dónde salió Mon Laferte?
En el verano de 2011 Monserrat regresó a Chile con una agenda llena de entrevistas, conciertos y presentaciones para dar a conocer su disco Desechable, producido en México. Sus compatriotas la recibieron extraordinariamente bien, aun cuando se toparon con algo muy diferente a lo que habían visto y escuchado en ella: Monserrat Bustamante, la baladista que salía en la tele, no solo tenía una nueva imagen, más agresiva y provocadora; además, había cambiado su nombre de pila por Mon Laferte (Mon es apócope de Monserrat y Laferte es su apellido materno) y, lo más importante: había empezado a hacer su propia música. Había dejado de ser un producto de la televisión para convertirse en una verdadera artista, con una propuesta en la que convivían el rock y el pop alternativo, que resultaba por demás interesante. “Cuando una está tan chavita firma con la ilusión de grabar un disco, que era el premio que ofrecía el programa, pero nada resultó como creía. No te miento: al principio fue divertido, pero luego me di cuenta de que me había desviado totalmente de lo que quería hacer”.

Visto en retrospectiva, podríamos concluir que para Mon Laferte era necesario salir de Chile y dejar atrás todo lo que había hecho para llevar a cabo su transformación. Y tal vez haya algo de cierto en ello, pero para dar con el verdadero detonador del cambio hay que remitirnos al hecho que realmente la hizo ver todo diferente: en 2009, Mon recibió como diagnóstico la presencia de un cáncer en la tiroides, extendido a los ganglios linfáticos del cuello; una enfermedad que, no solo ponía en peligro su voz, sino su vida.   

Una artista completa
Después de una cirugía en la que le extrajeron dos tumores y varios ganglios contaminados, Mon estuvo poco más de un año en tratamiento. Su vida entonces se llenó de medicinas y visitas al hospital, pero también de música, pues en este tiempo se dedicó a componer como nunca. Afortunadamente todo salió bien, y hoy por hoy solo debe ir a hacerse una revisión cada seis meses. Además, y a pesar de todo lo que implicó ser paciente de cáncer, Mon encontró un aprendizaje fundamental en esta etapa de su vida: “Fueron muchos años de guardarme cosas y no atreverme a decir lo que quería. ¡Por algo me afectó en la voz, que es lo más valioso que tengo! Luego de la operación me sentí más libre para decir lo que pienso, crear la música que quiero y hacer, como dicen acá, ‘lo que se me hincharan los huevos’”. 

Pero si Desechable es el disco con el que Monserrat Bustamante se transformó en Mon Laferte, Tornasol, que apareció en 2013, representa para ella, no solo haber alcanzado la madurez, sino la conquista absoluta de esa libertad. “En Desechable todavía tenía un poco de miedo; ahora, con Tornasol, disfruto mi música como nunca: estoy haciendo lo que me hace feliz”. Mon Laferte hace evidente esa felicidad, no solo en su música, que fusiona maravillosamente bien los diversos géneros y estilos que conforman su amplio bagaje musical, sino en sus presentaciones cargadas de energía, donde se muestra como una verdadera reina del escenario. Dueña de una voz portentosa y llena de matices espectaculares, Mon Laferte es una artista completa a la que conviene seguir de cerca.