Llegar a la ciudad de México bombardeado de advertencias. Como si a los 20 millones de habitantes les hicieran falta más. La batalla parece no tener tregua. Y es que hay hambre, hay desigualdad; hay reclamos de justicia. Y sin drama, hay un poderoso –inherente- sentido de competencia que por sí mismo explica la predisposición de cada individuo para pelear y no dejarse (pero cómo se exalta el brío gandalla cuando por contexto se tiene a la Gran Ciudad). Predomina la táctica del arrebato: el puesto en una empresa, un lugar en el metro, un carril en la avenida, la bolsa, la cartera.
Así, advertido, consciente más o menos de las condiciones en que debe buscarse sitio, inmerso ya en la lucha, el fuereño procura también resquicios de sosiego momentáneo. La ciudad de México y anexos es mucho más que un campo de batalla. Los 20 millones no serían tales, si no. Peatón, tripulante de microbús, recorre avenidas. Encuentra en el domingo derechos sobrados para abatir la prisa, confianza para relajar el estado de alerta y la sugerencia de un paseo por el Centro Histórico, una visita a Bellas Artes, un asomo a La Alameda.
En el Hemiciclo, junto a Juárez, un McDonald’s
es opción descartada para postergar el apetito. Hot dogs a $3.50, hamburguesas
a $9.00 de este lado de la calle. Papas fritas con salsa valentina, mango y
jícama con limón y chile, dulces, semillas. ¡Pásele! ¡Pásele!, dicta la
mercadotecnia de la región, y quien camina juzga ofertas: un sombrero cowboy
decorado con brillantina de los tres colores. “Para cuando juegue la
selección”, llegará a decirse por asociación patriótica. Y si no le gusta el
fut, o la patria simplemente no campea en sus reflexiones, el peatón podrá
arrimarse al grupo aquel que parece muy entretenido oyendo a un brujo que llegó
de Catemaco para revelar la forma de sacarse un espíritu maligno, de liberarse
de un hechizo que le tiene sumergido en la pobreza y en la enfermedad. Si no le
interesa, si no me cree, dese media vuelta y váyase, yo no vengo a hablar aquí
con quien no quiera escuchar, yo no vengo aquí a perder el tiempo, lo que le
digo es importante para su tranquilidad. ¿Cuántos estudiosos de antropología
vendrán a La Alameda a consolidar sus tesis? La muchachita de ojos grandes
tiene miedo. El gordo despeinado permanece impasible, más puesta su atención en
el elote que muerde que en lo que está viendo. Tres adolescentes con
perforaciones reiteradas en el rostro ríen con sorna, escépticos ante el pregón
de quien compite a su manera, aunque sea domingo, pues hambre da todos los
días.
Otros tratan acercando clientes
–suertudos, les aseguran– a jugar lotería. Mete dinero y saca dinero. Por cada
peso suyo le devuelvo cuatro. Y son 72 casillas, dados 12, pero la esperanza
muere al último y jugadores no faltan. Saca algo, tiene a su favor la ley de
probabilidades.
Más allá, el esfuerzo es de un payaso. Maroma, teatro, circo. El hombre de los zapatotes se tropieza adrede, finge desconcierto porque se le caen los pantalones, y luego, para no siempre ser caricatura, se acerca a un niño y le regala un globo con forma de perrito. El payaso no sólo es representación de lo ridículo, que lo avale el niño. Un sombrero da la vuelta al público buscando monedas y mientras tanto el semblante del payaso no es el mismo que hizo reír.
No en los pasillos, sino en los
jardines de La Alameda, se libra otro tipo de competencias: aquéllos duraron
más tiempo que todos besándose. Los de allá, de tan emocionados, le han ganado
a las buenas costumbres. ¡Por favor, jóvenes, controlen sus arrebatos! ¡A plena
luz!, apenas se puede creer ¡Qué no ven que hay niños!, advierte el policía.
Que no se repita o se van conmigo por faltas a la moral. Hay quien abuchea la
interrupción. ¡Ya ni la hace, hombre!, nos cortó en lo mero bueno el numerito,
dicen unos, otros nada más lo piensan.
Si se está solo, la competencia es, de
entrada, un insulto. La exhibición de amoríos ofende, provoca envidia y exalta
las ganas. Si no hay con quién no queda más que asomarse desde afuera a la
dicha de otros. O distraerse con la gringa de los shorts que atraviesa sola,
ver que se aleja y figurarse cosas con la certeza incómoda de que siempre ha estado
lejos y siempre lo estará.
En el hemiciclo, junto a Juárez, el
fuereño se suma a los que miran a la güera cruzar la avenida, rumbo a aquel
lugar donde ella sabe que las hamburguesas le saben mejor. Ahora nadie la ha
seguido, pero cuentan que son varios los que cruzan para el otro lado tras la
tentación. El domingo está avanzado, más vale regresar.
Como siempre excelente Ligo
ResponderBorrarUn abrazo
Buen texto primo fuereño!!!
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