miércoles, 24 de junio de 2020

Hombrecito





A sus diez años, Beto ni se imagina lo diferente que va a ser el mundo cuando crezca y tenga un hijo de la edad que él tiene ahora. Pero, ¿a quién le importa lo que pueda llegar a pasar después de tanto tiempo, cuando la vida se trata de no quedar a deber materias para poder pasar a sexto? Y bueno... eso de tener que estudiar para los exámenes y pasar de año es solo un decir porque, la verdad, para un niño de diez, la vida se trata de muchas otras cosas, antes que de andar pensando en las calificaciones. Para Beto, que vive en las afueras de una ciudad a la que le faltan varios años para alcanzar el primer millón de habitantes, la vida se trata, a veces, de ir a alguno de los terrenos baldíos que quedan cerca de su casa para prenderle lumbre a un montón de periódicos. O de hacer hasta lo inimaginable para exterminar un hormiguero. Pasar toda la tarde jugando futbol o apedrear lagartijas son también buenas opciones, igual que ir al parque en la bici o volar el papalote si hay viento idóneo.  

Beto tiene la suerte de vivir en un lugar y en una época en la que hacer todo eso, y mucho más, es perfectamente posible. Nadie ha tachado ni tacharía a sus padres de irresponsables por dejarlo andar solo en la calle, sin más compañía que la de otros tres o cuatro chamacos de más o menos su misma edad. A fin de cuentas, ¿no es justo ahí, en las calles, donde se empieza a forjar el carácter? ¿No es cayendo de la bicicleta y raspándose las rodillas como un niño aprende a levantarse y continuar? Sobre eso, más o menos, le habló su padre el día que llegó a la casa llorando con un brazo roto.

A él y a otros tres muchachillos del barrio se les había ocurrido meterse a la casa en construcción que está frente a la ferretería. Como iban ya dos semanas que los albañiles no se aparecían por ahí para trabajar, la casa a medio hacer era toda para ellos, y una oportunidad así no era para dejar pasar. La primera vez que fueron solo se sentaron en el suelo a platicar, como si el puro hecho de haberse metido, sin permiso de nadie, alcanzara para saciar la sed de travesura de ese momento. El percance ocurrió el día siguiente, cuando ponerse a platicar no resultó lo suficientemente divertido, y les dio por trepar andamios.

Beto no dejó de llorar en todo el camino rumbo al hospital. Y aunque difícilmente hubiera podido explicarle a su mamá cómo es que había caído desde la parte más alta del armazón, ella estaba tan ocupada conduciendo el auto, y regañándolo, que ni siquiera le hubiera hecho caso. “¡Y ni se te ocurra pedirme permiso para salir en las próximas dos semanas, ¿me oíste?!”. ¡Por supuesto que la oía!, cómo no la iba a oír, si estaba sentado al lado de ella… si no respondía era porque le dolía tanto el brazo que no tenía cabeza siquiera para registrar la información. “Y espérate a que se entere tu papá, ¡a ver a él con qué le sales!”.

El médico determinó que se trataba de una fractura leve que, afortunadamente, no requería de intervención quirúrgica.
–Te salvaste de la operación, muchacho. Ya nomás es cosa de que aguantes el yeso un mes, y vas a estar listo para la próxima.
Madre e hijo encontraron completamente fuera de lugar la sonrisa impúdica con tintes de picardía que dejó ver el médico tras decir lo anterior.
Caía la noche para cuando salieron del sanatorio. Beto había dejado de llorar y su mamá había dejado de regañarlo. El enojo había dado paso a la congoja.
–Ay, Beto, ¡pero cómo no te fijaste, hijito!
Él volteó a verla aún sin tener algo qué decir.
–¿Te sigue doliendo mucho? –preguntó ahora sí conmovida.
–Sí.
Fue hasta entonces, casi llegando al auto, cuando la madre se inclinó para abrazarlo.

Además de que ya era tarde, Beto había quedado exhausto después de llorar tanto, así que, para las once que llegó su padre, él ya llevaba casi tres horas dormido. Eso no resultó tan importante para el papá, que entró al cuarto de su hijo decidido a hablar con él. Aún sin despertar, el niño apretó los párpados y se llevó una mano a los ojos, intentando protegerse de la luz. El padre fue hasta la cama, se sentó en ella, junto a su hijo, y dejó pasar unos segundos mientras veía el brazo enyesado. Beto arrugó el semblante al recordar lo que le había sucedido horas antes. Parecía a punto de volver a llorar cuando empezó a hablar su padre.
            –Yo tenía dos años menos que tú cuando me quebré mi primer hueso.
El niño intentó verlo a los ojos, lidiando con el encandilamiento.
            –Pero no fue un brazo… fue una pierna –aclaró, echando a andar la memoria, y los recuerdos le hicieron sonreír–. ¡Ni te imaginas la friega que es andar casi dos meses con muletas!
Beto ya estaba acostumbrado a ese tipo de sermones. Cada vez que su papá creía importante darle una lección le contaba algo que a él le había ocurrido de niño, poniéndose a sí mismo como ejemplo. Más de una vez se había preguntado cómo le habría hecho su padre para actuar siempre de la manera correcta. 
–Ah, pero ¿sabes cuántas veces me quejé? ¡Ni una! Tu abuelo me hubiera roto la otra pierna si me hubiera oído quejarme.
El padre buscó en vano la mirada de su hijo, a quien ya se le habían vuelto a cerrar los ojos por el cansancio.
–¡Alberto! –dijo en voz alta mientras le sacudía el hombro.
Los ojos del niño se abrieron con espanto. El padre revisó su reloj y, después de un suspiro profundo, continuó con sequedad.
–Ya te dijo tu mamá que vas a estar dos semanas sin salir, ¿verdad?
La respuesta llegó en silencio, con un movimiento de cabeza apenas perceptible.
–A ver si así aprendes a tener más cuidado.
El padre se puso de pie y empezó a caminar hacia la salida de la recámara, aunque se detuvo antes de llegar al umbral.
–Nada de quejas, ¿me oíste? Así como esa va a haber muchas más y no te quiero llorando por toda la casa. Así te vas a hacer hombrecito.
Aun con el cansancio, Beto tardó en volver a quedarse dormido.

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