Ahora sí, luego de varios intentos fallidos, de varias llamadas de no está, de parte de quién, y decir una y otra vez tu nombre con la incomodidad de mostrarte desesperado por encontrarla; ahora sí, tienes a Luisa contigo y con su sonrisa de diecinueve años platicando contenta… empiezas a advertir que demasiado contenta. Relata anécdotas, pregunta cosas y hasta te da puntos de vista, a ti, que estás más acostumbrado a darlos, sobre todo cuando se trata de alguien que no ha llegado a los veinte y va todavía a la universidad.
Ahí está, y tú también, pasando la tarde como lo hace mucha gente
afanada en divertirse. Desprendida ella de su escuela, desprendido tú del
trabajo cada día más abrumador, pides al mesero otro par de cervezas que llega
rápido. Dices salud, porque es la cuarta y el cúmulo resulta suficiente para
infundirte cierta exaltación agradable que se te debe estar notando en el
gesto, tal como ves que sucede en el de ella. El alcohol empieza a darte la
confianza que no tuviste cuando entraron a ese bar en el que nunca habías
estado. ¿Por qué brindamos?, planteas, curioso por escuchar su respuesta. ¿Cómo
que por qué? ¡Por nosotros! Y ríe. Ríes tú, satisfecho con la alianza
establecida por el “nosotros” salido de sus labios, apenas un instante luego de
estar pensando en todas esas veces que marcaste su número y tuviste que decir
gracias, después le vuelvo a hablar.
De pronto todo se reduce al presente, a la mutua compañía de ese
momento, al “por nosotros” salido de su inspiración y te sientes casi
agradecido. En seguida se levanta de la silla, dice que va al baño y no puedes
dejar de voltear sobre tu hombro para verla caminar mientras se aleja. Le ves
las nalgas, claro, y ella lo sabe, y decide jugar: un giro repentino para
descubrirte, para hacerte saber que sabe que la estás viendo. Piensas que es
encantadora. Te maravilla la actitud traviesa de esa niña jugando a ser mujer…
o viceversa, no alcanzas todavía a definir cuál es la forma más precisa de
considerarlo.
La conociste en un curso de cine.
Todos los miércoles de julio y agosto esperabas que dieran las siete para verla
aparecer por la esquina de siempre. A distancia la observabas caminar sola, con
su mochila retacada a cuestas y la mirada al suelo. Semana a semana reiterabas
tu indecisión por hablarle, hasta el día en que fue ella quien avanzó un poco más allá del
saludo y las sonrisas de amabilidad, haciéndote plática. Algún comentario sobre
una de las películas del curso, sobre un director o un estilo cualquiera de
hacer cine… lo que haya sido sirvió para inyectarte el deseo de salir con ella
pronto, pedirle su número de teléfono, hablarle muchas veces hasta encontrarla
por fin y quedarte a muy poco de hacerle un ingenuo reclamo: te dejé dicho que
me hablaras…
Y bueno, después de todo, te encuentras con ella. La conversación bien,
animada. Los viajes que ha hecho y tanto ha disfrutado, los muchos más que
tiene en puerta; su carrera y luego una maestría, el deseo de aprender mucho y
superar esa opaca forma de vida que ve en casi toda la gente de la ciudad. Qué
interesante, respondes, y sí, piensas, opaca, para volver a ti y ese debate que
sostienes desde meses atrás sobre la decisión de irte o quedarte. La maestría
en el extranjero, obvio, porque aquí el nivel es muy bajo, además qué aburrido.
Inglaterra tal vez… o España, no sé, estoy viendo opciones… Estados Unidos no
me gustaría, está mucho mejor Europa.
Salud, le dices, ¿por qué brindamos? ¿Cómo que por qué? ¡Por nosotros! Y
el halago de la respuesta reverbera todavía cuando se levanta y dice que va al
baño.
Miras
alrededor y notas que ya no quedan mesas vacías. El ánimo crece conforme el bar
se llena. En tu reloj descubres lo rápido que puede irse el tiempo cuando se
utiliza para pasarla bien. No importa, tienes toda la noche por delante para
seguir disfrutando de esa compañía extraordinaria. Buscas entre recuerdos la
última vez que estuviste en un lugar como éste, pero no te es fácil encontrarla. Aquí la gente sabe
divertirse, no cabe duda. “La maestría en el extranjero, obvio”. “Superar esa
opaca forma de vida que ve en casi toda la gente de la ciudad”. ¿Cuántas veces,
con otras personas, has platicado sobre esto, desparramando quejas y
frustraciones? Ahora sí la memoria te funciona y rápido pone a tu alcance
varios de esos momentos pasados.
Una carcajada a tus espaldas exige atención y volteas de inmediato.
Luisa parece estar más divertida que nunca. Aún se retuerce feliz cuando llega
hasta ti al lado de Mario, un compañero de clases que encontró a la salida del
baño y se puso a contarle cosas. Qué tal, mucho gusto. Sí, que te vaya bien.
Perdón, pero es que él siempre me hace reír muchísimo, te lo juro. Tú le crees
sin necesidad de juramentos, es lo más normal del mundo, sobre todo cuando se
trata de pasar el rato en un lugar como ése. Con un vistazo alrededor puede
comprobarse: lo más normal.
Oye,
pero ya te toca platicar a ti. A mí no me ha parado la boca, pero, ¿tú? Me
dijiste que eras escritor… ¡qué padre! Sí, soy escritor, afirmas como antes has
hecho frente a otras personas. ¿Y has vendido muchos libros? ¿Estás escribiendo
uno ahorita? ¿En qué te inspiras, en tu propia vida? Las preguntas se te
amontonan sin que puedas contestar porque son muchas y porque persiste en tu
mente la imagen de Luisa a carcajadas, que contrasta tanto con aquella otra en
la que caminaba con una mochila llena de libros. Verás… no es tan fácil esto de
ser escritor, te obliga a pasar mucho tiempo solo, además de no ser una buena
forma de ganar dinero… te detienes al verla distraída en un nuevo diálogo con
Mario, ahora a señas, de extremo a extremo en el bar. Más risas. No, pero vas a
ver que te va a ir bien. Poco a poco la gente va a ir sabiendo de ti y va a
comprar tus libros, yo sé que sí, vas a ver. Hay que ser optimistas. Luego ese
conocido pudor que te viene con la impresión de haber estado hablando con quien
no puede entenderte. Suele ocurrirte: a mitad de una conversación sientes haber
dicho más de la cuenta en un idioma desconocido. Poco a poco la gente va a ir
sabiendo de ti y va a comprar tus libros. Hay que ser optimistas.
¿Y si pudiera contagiarte algo de ese entusiasmo que reconoces haber
tenido no hace mucho tiempo? ¿Si pudieras creer junto con ella? Un libro tuyo
está por publicarse, eso está bien... Y bueno, sucede que después de tanto
insistir te encuentras con ella, rodeado de gente que ríe, que se divierte…
La conociste en un curso de cine. Todos los miércoles la observabas
caminando sola, con la mirada a ras del suelo, introvertida. Sin embargo... su
contento, su desenfado, su despreocupación... parece que te equivocaste. Pero,
¿y si pudiera contagiarte? ¡Si pudieras creer! ¡Pero qué embrollo, carajo!
¡Resulta tan difícil! ¡Y ella tan despreocupada, tan contenta!
Empiezas a sentirlo como alarde de una seguridad que te aminora, que
echa luz sobre tu flaqueza y reafirma tu condición de imbécil. Quieres
defenderte, explicarle, pero qué cosa, si tú mismo no entiendes. ¿Acaso quieres
convencerla de que la vida es una mierda? Te equivocaste con ella y debes
aceptar una nueva derrota. Inscribir una frustración más para ese anhelo
testarudo de encontrarte en alguien. Ni hablar, hombre, así es; deberías irlo
asimilando. Seguro ella no necesita buscar en el cine el consuelo que tú
encuentras apenas por momentos. Tampoco debe pasar tanto tiempo sola, atenta a
la llamada de alguien; eres tú el único desesperado.
Y mientras oyes a Luisa darte consejos e intentar subirte el ánimo
hablando de optimismo, encuentras sus palabras llenas de convicción. Tú te
esfuerzas, pero no alcanzas a disimular la ansiedad, la ridícula pena que te
abrasa y te impide seguir jugando como cuando tenías diecinueve años y no era
difícil creer en algo, cualquier cosa,
aunque no fuera cierto… pero creer en algo.
Ya lo había leído y, como hoy, me regreso en ciertos momentos de la lectura, a uno que otro momento de mis diecialgo o veintinosequé años.
ResponderBorrarAbrazo, canijo.
Gracias por leer, mi buen. ¿Cómo andan de cuidados, como para ya armar eso que tenemos pendiente? ¡Abrazo!
BorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarMe encanta! Y esto: "Empiezas a sentirlo como alarde de una seguridad que te aminora, que echa luz sobre tu flaqueza y reafirma tu condición de imbécil." Me viene como una respuesta que tengo años buscando. Salud por las Luisas del mundo. Que nunca dejen de vivir felices, despreocupadas y con la carcajada a flor de piel
ResponderBorrar¡Eso! Gracias por leer :-) Abrazote.
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