Artículo publicado en la revista GQ, junio 2016.
De niño solía
soñar despierto con meter un gol en las canchas terregosas de mi escuela, y que
eso sirviera para apantallar a la niña más linda del salón. Así era tener diez,
doce años en México, y me parece que así sigue siendo, con la diferencia de que
ahora los ídolos y ejemplos a seguir no se llaman Diego Maradona, Michel Platini
o Hugo Sánchez, sino Lionel Messi, Cristiano Ronaldo y Javier “El Chicharito”
Hernández. Ahora son ellos quienes inculcan a los niños las primeras nociones
de lo que significa ser un héroe.
El caso es que
transcurre el tiempo y, sí… uno deja de ser, inevitable(y afortunada)mente,
aquel que soñaba con impresionar al sexo opuesto jugando futbol, pero nunca deja
de ser el que se maravilla viendo a sus ídolos sacar chispas en la cancha, el
que celebra como victoria personal cada triunfo de su equipo, el que siente que
se le comprime el pecho cuando el resultado no es a favor. No hay duda: algo de
aquel niño permanece para siempre, inevitable(y afortunada)mente, en un
aficionado al futbol.
Por eso es que
pueden pasar 20, 30 o más años sin que el olvido deshaga el recuerdo de un
momento glorioso: la conquista de un campeonato, un triunfo a contracorriente o
una jugada especial; un gol de esos que no caen todos los días, por ejemplo, y
que pueden llegar a cambiar el destino de una o cientos de miles de personas.
¿Qué hubiera pasado si…?
El 31 de mayo
de 1986, poco antes de las 12 del día, el entonces presidente Miguel de la
Madrid se llevó una rechifla monumental mientras pronunciaba su discurso para
inaugurar la Copa del Mundo en el Estadio Azteca. Después del terremoto que
había sacudido a la Ciudad de México apenas unos meses antes, mucha gente pensaba
que el país no estaba en condiciones para que se llevara a cabo este evento, y cuestionaron
duramente que el gobierno hubiera destinado una importante cantidad de recursos
a ello habiendo tantos daños por reparar. “Podrá caerse la ciudad, pero los
estadios para el Mundial siguen en pie”, llegó a decir el presidente del Comité
Organizador de la FIFA, Guillermo Cañedo, ante la amenaza de que la copa
cambiara de sede, generando mucha animadversión entre los miles de detractores que
había, no solo dentro, sino fuera del país.
¿Qué tanto
hubiera cambiado la historia si el Mundial de 1986 se hubiera trasladado a
Alemania o a Estados Unidos, como se llegó a mencionar? Aunque tentadoras,
estas preguntas siempre serán ociosas, pues, claro: no hay forma de dar con
respuestas certeras. Sin embargo, hay un hecho que resulta a todas luces
incontrovertible, absolutamente fuera de dudas, y es que, alrededor de 110,000
aficionados (por mencionar solo a los testigos presenciales) se hubieran
quedado sin ver el impresionante gol de tijera que Manuel Negrete le metió a
Bulgaria el 15 de junio en el Estadio Azteca; un gol catalogado entre los cinco
más hermosos en la historia de los mundiales, y que ningún mexicano que se
precie de disfrutar este deporte podría sacar de su memoria.
Claroscuros
Originario de Ciudad
Altamirano, en el estado de Guerrero, Manuel Negrete (11 de marzo de 1959)
empezó a relacionarse con el futbol desde muy pequeño, gracias a su padre, que
además de ser aficionado a este deporte le gustaba practicarlo, aunque nunca como
profesional. A los 18 años, después de haber jugado en las fuerzas básicas de
Cruz Azul, y en la Segunda División con
el Inter de Acapulco, tuvo la oportunidad de probarse con Pumas, dirigido
entonces por Bora Milutinović, quien lo hizo debutar dos años después junto a Juan
José Muñante, Evanivaldo Castro Cabinho y Hugo Sánchez. Fue vistiendo la
playera azul y oro, como Negrete vivió sus mejores años como futbolista: ganó
la Copa Interamericana (1980), la Copa de Campeones de la Concacaf (1980, 1982,
1989) y el campeonato de liga (1981). Además, con 101 tantos anotados, es,
hasta la fecha, el máximo goleador mexicano que ha tenido la organización.
Desafortunadamente
para él, y podríamos decir también que para la afición mexicana, su historia como
seleccionado nacional no le hace justicia a lo que logró como jugador en la
primera división del futbol mexicano. La lista de infortunios empezó en 1979,
cuando a solo dos meses de llevarse a cabo el Mundial Juvenil en Japón, recibió
la noticia de que había quedado fuera del equipo por pasarse de edad por un
mes. Luego, ya jugando con la selección mayor, vino la ausencia en el mundial
de España (1982), por haber sido superados en la eliminatoria por Honduras y El
Salvador. En 1990, después de haber jugado su único mundial como local, Manuel (y
todo México) se quedó sin ir a Italia, después de la fuerte aunque merecida
sanción que recibió el equipo por parte de la FIFA, en lo que destaca como uno
de los capítulos más vergonzosos en la historia del futbol mexicano: el famoso
caso de “los cachirules”. Finalmente, para Estados Unidos 1994, cuando aún
podía tener oportunidad de llegar, así fuera como veterano, Negrete sufrió una lesión jugando con Toros
Neza que lo dejó sin esa última posibilidad de participar en el máximo torneo.
Momentos de gloria
Considerando
que en el mundial de 1970 solo participaron 16 equipos, mientras que en el 86
fueron un total de 24, está claro que fue en este último cuando el equipo
nacional hizo su mejor papel, llegando, otra vez como local, a la sexta
posición. Además de la ventaja que da la localía, México fue representado por
una camada de futbolistas que, sin tener el fogueo internacional que tiene la
mayoría de los seleccionados actuales (a excepción de Hugo Sánchez, que ya sumaba
casi cinco años en España), sí acumulaban una interesante dosis de talento que
alcanzó para tres victorias, un empate y un duelo intenso contra Alemania que,
aunque terminó favoreciendo al rival, se mantuvo en vilo por más de 120
minutos… hasta que lo nuestros dejaron ir el partido en penales.
Pero seis días
antes de este dramático desenlace, la escuadra nacional vivió uno de sus
mejores momentos en el torneo, y en la historia, al enfrentar a Bulgaria en
octavos de final. Sin duda, una de las piezas clave para sacar el resultado fue
Manuel Negrete, no solo por su importante labor en el centro del campo, sino
porque, al minuto 34 del primer tiempo, en una de esas jugadas que se reservan
para los mejores del mundo, puso a México al frente ante la imponente algarabía
de un Estadio Azteca que se desbordaba. ¿Con qué podría compararse haber estado
ahí en ese momento, celebrando el gol junto con una multitud de 110,000
personas que probablemente no podían dar crédito a lo que sus ojos acababan de
ver?
A treinta años
de distancia, y con una sonrisa que parece haber estado ahí todo este tiempo, es
así como el propio Manuel recuerda el momento: “Rafael Amador me da el pase, la
recibo, la controlo y veo a Javier Aguirre… se la doy para quitarme de encima a
un defensa búlgaro, y él me la devuelve arriba. Él dice que me la puso así intencionalmente,
porque ese tipo de jugadas las entrenábamos, pero yo no creo que la haya
pensado así. Sea como sea, la verdad es que me la puso excelente: a buena
altura, a buena velocidad y entonces dije: ‘No, pues ésta es de las que me
gustan…’. Y sí”. Minutos más tarde, todo México celebraba el pase de su equipo a
cuartos de final, algo que nunca antes había ocurrido –al menos no en igualdad
de circunstancias– ni ha vuelto a ocurrir.
El dolor a la distancia
“Yo digo: ‘¿por
qué no fuimos campeones del mundo?’. Porque no tuvimos la capacidad individual
para afrontar ese compromiso. Claro: enfrentar a Alemania no es fácil, pero
creo que nos dimos por vencidos… El caso de Tomás (Boy), un jugador con mucha
experiencia, acostumbrado a tirar pénaltis, simplemente dijo: ‘Yo ya no puedo
más’. Un Javier Aguirre que se equivocó haciéndose expulsar de una manera muy
tonta, cinco minutos después de que habíamos ganado superioridad numérica con
la expulsión de (Thomas) Berthold. Un Hugo Sánchez al que le seguía pesando el pénalti
fallado contra Paraguay… él dijo que estaba lastimado, incluso le estaban dando
masajes ¡pero podía haber tirado el pénalti! ¡Teníamos para ganar!”.
¡Qué buen recuerdo! Pocas veces he visto gritar tanto a mi papá por un gol. Yo apenas tenía seis años, pero me acuerdo de haberlo visto y brincado sobre mi jefe con un abrazo para celebrar eso que lo tenía tan emocionado. Recuerdo también a un compañero de mi salón descalabrado días después intentando emular esa tijera. Saludos.
ResponderBorrarAh, chingá.... ¿no se publicó mi repuesta?
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