martes, 2 de febrero de 2016

Porque lo dice Facebook

Columna publicada en la revista GQ, febrero 2016.
Ilustración: Ignacio Huízar.
Tenía siete años la primera vez que fui con mi padre a San José Babícora, un pueblo al oeste del estado de Chihuahua al que cada invierno llegan millones de aves migratorias procedentes del norte. Ese día (aunque no lo supe hasta después) nació entre nosotros una tradición que revivía cada mes de diciembre, cuando se hacía presente el frío en el estado grande, del cual somos originarios. Es cierto que debí esperar algunos años, hasta tener el tamaño y la fuerza suficientes, para poder disparar una escopeta, pero eso nunca impidió que disfrutara al máximo esos fines de semana de cacería.

La aventura arrancaba un viernes por la tarde, cuando empezábamos a cargar la camioneta con lo necesario: armas, parque, alimentos, botas impermeables, ropa térmica, chamarras con camuflaje… Después íbamos por Raúl, un amigo de mi papá bastante divertido y con miles de anécdotas, capaz de hacer que las tres horas de carretera se fueran volando. Llegando a Babícora, ya de noche, nos dirigíamos a una casa rústica que mi papá y sus amigos cazadores habían mandado construir para estas ocasiones. No acabábamos de bajar el equipaje cuando aparecía Laureano, un lugareño querido por todos –calculo que tendría unos 60 años de edad–, a quien llamábamos Guano, y siempre sabía a dónde llevarnos para encontrar gansos y grullas grises. Cenábamos ligero y nos íbamos a dormir temprano (aunque yo nunca podía, por la emoción), pues al día siguiente debíamos levantarnos dos horas antes del amanecer para poder estar en posición cuando el sol saliera y aparecieran en el cielo las primeras parvadas.

Crecí, pues, asociando la cacería con varios aspectos valiosos en mi vida, como entrar en contacto con la naturaleza (entonces no entendía que cazando mataba parte de ella, por obvio que parezca) y conocer de cerca la vida de campo; pero, sobre todo, la asocié con convivir con mi papá como muy pocas veces ocurría en otras circunstancias, ya que él no era de pasar mucho tiempo en casa. Ir de cacería era sortear juntos una aventura; abrir un espacio, no para poder “hablar de hombre a hombre”, sino para conocernos mejor en un contexto que trascendía lo cotidiano y propiciaba que sintiera admiración por él.

Pero, ¿soy el único que siente haber llegado a una época en la que todo ha empezado a ser objeto de censura? Si algo tan simple, como mandar a un hijo a la escuela con un jugo y un sándwich de jamón para el recreo puede ser señalado como una absoluta irresponsabilidad (“Los embutidos causan cáncer”. “Los jugos industrializados son pura azúcar”. “¡No comas pollo, que está lleno de hormonas!”), ¿qué esperar de un pasatiempo como la cacería, que se ha vuelto controversial?

Hoy, que las redes sociales hacen del usuario un pseudoexperto en cualquier cosa, ¿cómo eludir la tentación de creerse superior al otro? Y al mismo tiempo, ¿cómo no sentirse presionado a cumplir con ese deber ser instaurado en Facebook, que diariamente recrimina nuestros malos hábitos? Cada vez que reviso mi muro termino sintiéndome regañado y con la mente llena de advertencias: “¿Por qué no te pones los tenis y sales a correr, en vez de estar todo el día sentado?”. “Si quieres una mascota no la compres, ¡adóptala! ¿No ves cuántos perros abandonados hay en la calle?”. “¿Vas a seguir comiendo carne, sabiendo cuánto sufren los animales en el rastro, y todo el daño que provoca a tu salud?”.

Las redes sociales han hecho de nuestras vidas un asunto de conocimiento público, y en la vorágine, entre miles de mensajes que vienen y van, uno no puede dejar de sorprenderse al reencontrarse con quien fuera la más fiestera en la preparatoria, y descubrir que hoy promueve con empeño la importancia de ser una buena madre. O con el vago de la cuadra hace 15 años, y que hoy asegure estar comprometido con el cuidado a la naturaleza y el medio ambiente. Sorprendente… y dudoso, si se juega al suspicaz, pero más allá del juicio, y sin poner a prueba la autenticidad de nadie, surge una duda genuina: ¿cuál será el efecto, a mediano o largo plazo, de esta tendencia a autopromovernos como personas más conscientes y responsables? ¿Será que a base de insistencia terminemos convirtiéndonos (o convirtiendo a otros) en eso que decimos ser? Júzguenme ingenuo, pero algo aquí me hace dar crédito a la teoría de la profecía autocumplida. 

Aunque aquellos fines de semana en San José Babícora siempre estarán entre los mejores recuerdos de mi infancia, ha pasado ya mucho tiempo desde la última vez que fui de cacería. Facebook nada ha tenido que ver con ello, pero sé que no me dejaría dormir tranquilo si siguiera practicando este pasatiempo. 

1 comentario:

  1. es extraño eso de explicar la "tradición bélica hereditaria" como una actividad padre-hijo, asumo que desgastaría por completo las redes sociales, aniquilaría las conciencias más puristas y se nos tildaría, cuando menos, de terroristas si pensamos en traerle de vuelta ya sea por gusto vintage, o practicarla únicamente como eso, una costumbre. pero lo que nunca dejará de ser cierto es que tanto a ti como a mí (y a muchos norteños más) se nos enseñó que en casa hay un arma, que es de tu jefe y que únicamente en su compañía se puede usar. respeto creo que le decían.

    ResponderBorrar