jueves, 9 de junio de 2016

El gusto por brincar de un lado a otro



Tal vez tú no lo sepas pero podría ocurrir que cualquier día de Halloween sientas un impulso repentino de disfrazarte de conejo. ¿Por qué no, si la mayoría incurre en los mismos clichés de siempre y se disfraza de vampiro, de desfigurado, de pirata…? Disfrazarse de conejo, a fin de cuentas, sería algo más original. Convencido, pues, mandarías hacer el traje con tiempo y te asegurarías de que estuviera listo para esa fiesta en Ensenada a la que tendrías planeado asistir (supongamos que vives en Tijuana para que esto sea más viable). Llegado el día, ya con tu disfraz en las manos, se te podría ocurrir algo todavía más audaz e interesante: ¿por qué no hacer ese viaje en autobús con el disfraz puesto? Y lo harías. Por diversión, más que por cualquier otra cosa.

Entonces descubrirías que, además de sorprenderse, la gente disfrutaría la ocurrencia contigo, y te lo haría saber de distintas formas: un saludo entusiasta, una felicitación, una porra o la solicitud de tomarse una foto contigo para subirla “al Face”. Y claro… ¿cómo no compartir un momento como ese, tan fuera de lo común, en redes sociales? En cuanto hicieras la primera publicación empezarían a llegar likes y una gran cantidad de comentarios. Hasta que a alguien, vía Twitter, se le ocurriera hacer una pregunta que te inyectaría el ánimo necesario para apostar por un cambio de vida: “¿Has viajado así a la Ciudad de México?”.



Esteban Blanco tiene 29 años y se dedica, entre otras cosas, a cortar el pelo y a viajar metido en una botarga de conejo, simple y sencillamente porque un día se le ocurrió, y no encontró razones para no hacerlo. El párrafo anterior narra, en realidad, el inicio de su historia como Conejo Viajero (nombre con el que se le identifica en redes sociales), en octubre de 2009. Propenso a llevar su vida más allá de lo que dictaminan los estereotipos y las buenas costumbres, Esteban tomó aquella pregunta que alguien le hizo por Twitter como uno de esos retos que llegan a abrir un universo de posibilidades y, por lo mismo, no se pueden rechazar. ¿A la Ciudad de México? ¿Por qué no? Lo primero que hizo fue comunicarse con alguien de la aerolínea para asegurarse de que no le prohibirían abordar el avión con semejante atavío. “Mientras traiga la cara descubierta no tendrá ningún problema”, le respondieron. Tal garantía fue la luz verde que necesitaba para continuar con sus planes.

Por una serie de circunstancias, Esteban no pudo llevar a cabo su plan sino hasta dos años después, pero una vez llegado el día, se presentó en el aeropuerto de Tijuana con todo listo para su viaje, incluido, por supuesto, el disfraz de conejo. Puesto, obviamente. Y entonces, faltando muy poco tiempo para abordar el avión, dice haber estado a punto de dejarse vencer por los nervios. “Me revisaron muchísimo antes de dejarme pasar. Además la gente no dejaba de reírse y eso me puso todavía más nervioso… pero dije: ‘No, ya estoy aquí y tengo que continuar’, así que mejor me puse a hacer videos para compartir en Twitter”.



Durante las tres semanas que duró ese viaje, en el que además visitó Puebla y Oaxaca, Esteban se topó con todo tipo de reacciones en la gente. No faltaron las risitas y miradas socarronas, por supuesto, pero la mayoría de las veces, lo que encontraba en las personas con las que se cruzaba era “buena vibra”, como él mismo dice. “Comencé a notar que la vibra de la mayoría de las personas a mi alrededor era realmente muy buena, y me encantó. Me di cuenta de que, sin el disfraz, me convertía en un viajero normal, como cualquier otro; pero cuando salía a las calles vestido de conejo provocaba alegría en la gente, y eso me gustaba mucho más. No era raro que alguien se me acercara para preguntarme: ‘Oye, ¿por qué viajas así?’. Yo solo les respondía: ‘¿Y por qué no?’”.

A la fecha, Esteban dice haber perdido la cuenta de los viajes que ha hecho como conejo, aunque calcula que podrían ser entre treinta y cuarenta. Hasta ahora, todos sus kilómetros recorridos han sido dentro del país, sobre todo por una cuestión de economía, aunque eso no significa que no tenga ganas de salir de México y visitar Sudamérica o Europa, a donde piensa llegar algún día no muy lejano.

Entre sus peores momentos, sin duda, están las veces que ha tenido que dormir en la calle… o el día que un policía le pidió que se retirara de la Macroplaza, en Monterrey, por no contar con una vestimenta adecuada (sic). Pero eso, evidentemente, nunca lo ha desmotivado ni lo desmotivará a seguir viajando como le gusta, no solo para seguir provocando alegría en la gente, sino para seguir haciendo amigos, pues son muchos más los buenos momentos que ha encontrado en este pasatiempo. “Soy una persona un poco tímida para acercarme a la gente, pero el conejo hace que la gente se acerque sola y empiece a compartir sus historias conmigo”.


Tal vez tú no lo sepas pero cualquier día podría ocurrir que sientas un impulso repentino de escapar, de irte dando brincos de un lado a otro buscando experiencias más allá del aburrimiento; ese día, tal vez lo menos importante sea que quieras hacerlo disfrazado de conejo.


martes, 31 de mayo de 2016

30 años del gol más recordado en México

Artículo publicado en la revista GQ, junio 2016.


De niño solía soñar despierto con meter un gol en las canchas terregosas de mi escuela, y que eso sirviera para apantallar a la niña más linda del salón. Así era tener diez, doce años en México, y me parece que así sigue siendo, con la diferencia de que ahora los ídolos y ejemplos a seguir no se llaman Diego Maradona, Michel Platini o Hugo Sánchez, sino Lionel Messi, Cristiano Ronaldo y Javier “El Chicharito” Hernández. Ahora son ellos quienes inculcan a los niños las primeras nociones de lo que significa ser un héroe.

El caso es que transcurre el tiempo y, sí… uno deja de ser, inevitable(y afortunada)mente, aquel que soñaba con impresionar al sexo opuesto jugando futbol, pero nunca deja de ser el que se maravilla viendo a sus ídolos sacar chispas en la cancha, el que celebra como victoria personal cada triunfo de su equipo, el que siente que se le comprime el pecho cuando el resultado no es a favor. No hay duda: algo de aquel niño permanece para siempre, inevitable(y afortunada)mente, en un aficionado al futbol.

Por eso es que pueden pasar 20, 30 o más años sin que el olvido deshaga el recuerdo de un momento glorioso: la conquista de un campeonato, un triunfo a contracorriente o una jugada especial; un gol de esos que no caen todos los días, por ejemplo, y que pueden llegar a cambiar el destino de una o cientos de miles de personas.

¿Qué hubiera pasado si…?
El 31 de mayo de 1986, poco antes de las 12 del día, el entonces presidente Miguel de la Madrid se llevó una rechifla monumental mientras pronunciaba su discurso para inaugurar la Copa del Mundo en el Estadio Azteca. Después del terremoto que había sacudido a la Ciudad de México apenas unos meses antes, mucha gente pensaba que el país no estaba en condiciones para que se llevara a cabo este evento, y cuestionaron duramente que el gobierno hubiera destinado una importante cantidad de recursos a ello habiendo tantos daños por reparar. “Podrá caerse la ciudad, pero los estadios para el Mundial siguen en pie”, llegó a decir el presidente del Comité Organizador de la FIFA, Guillermo Cañedo, ante la amenaza de que la copa cambiara de sede, generando mucha animadversión entre los miles de detractores que había, no solo dentro, sino fuera del país.

¿Qué tanto hubiera cambiado la historia si el Mundial de 1986 se hubiera trasladado a Alemania o a Estados Unidos, como se llegó a mencionar? Aunque tentadoras, estas preguntas siempre serán ociosas, pues, claro: no hay forma de dar con respuestas certeras. Sin embargo, hay un hecho que resulta a todas luces incontrovertible, absolutamente fuera de dudas, y es que, alrededor de 110,000 aficionados (por mencionar solo a los testigos presenciales) se hubieran quedado sin ver el impresionante gol de tijera que Manuel Negrete le metió a Bulgaria el 15 de junio en el Estadio Azteca; un gol catalogado entre los cinco más hermosos en la historia de los mundiales, y que ningún mexicano que se precie de disfrutar este deporte podría sacar de su memoria.

Claroscuros
Originario de Ciudad Altamirano, en el estado de Guerrero, Manuel Negrete (11 de marzo de 1959) empezó a relacionarse con el futbol desde muy pequeño, gracias a su padre, que además de ser aficionado a este deporte le gustaba practicarlo, aunque nunca como profesional. A los 18 años, después de haber jugado en las fuerzas básicas de Cruz Azul, y en la Segunda División  con el Inter de Acapulco, tuvo la oportunidad de probarse con Pumas, dirigido entonces por Bora Milutinović, quien lo hizo debutar dos años después junto a Juan José Muñante, Evanivaldo Castro Cabinho y Hugo Sánchez. Fue vistiendo la playera azul y oro, como Negrete vivió sus mejores años como futbolista: ganó la Copa Interamericana (1980), la Copa de Campeones de la Concacaf (1980, 1982, 1989) y el campeonato de liga (1981). Además, con 101 tantos anotados, es, hasta la fecha, el máximo goleador mexicano que ha tenido la organización.

Desafortunadamente para él, y podríamos decir también que para la afición mexicana, su historia como seleccionado nacional no le hace justicia a lo que logró como jugador en la primera división del futbol mexicano. La lista de infortunios empezó en 1979, cuando a solo dos meses de llevarse a cabo el Mundial Juvenil en Japón, recibió la noticia de que había quedado fuera del equipo por pasarse de edad por un mes. Luego, ya jugando con la selección mayor, vino la ausencia en el mundial de España (1982), por haber sido superados en la eliminatoria por Honduras y El Salvador. En 1990, después de haber jugado su único mundial como local, Manuel (y todo México) se quedó sin ir a Italia, después de la fuerte aunque merecida sanción que recibió el equipo por parte de la FIFA, en lo que destaca como uno de los capítulos más vergonzosos en la historia del futbol mexicano: el famoso caso de “los cachirules”. Finalmente, para Estados Unidos 1994, cuando aún podía tener oportunidad de llegar, así fuera como veterano,  Negrete sufrió una lesión jugando con Toros Neza que lo dejó sin esa última posibilidad de participar en el máximo torneo.

Momentos de gloria
Considerando que en el mundial de 1970 solo participaron 16 equipos, mientras que en el 86 fueron un total de 24, está claro que fue en este último cuando el equipo nacional hizo su mejor papel, llegando, otra vez como local, a la sexta posición. Además de la ventaja que da la localía, México fue representado por una camada de futbolistas que, sin tener el fogueo internacional que tiene la mayoría de los seleccionados actuales (a excepción de Hugo Sánchez, que ya sumaba casi cinco años en España), sí acumulaban una interesante dosis de talento que alcanzó para tres victorias, un empate y un duelo intenso contra Alemania que, aunque terminó favoreciendo al rival, se mantuvo en vilo por más de 120 minutos… hasta que lo nuestros dejaron ir el partido en penales.



Pero seis días antes de este dramático desenlace, la escuadra nacional vivió uno de sus mejores momentos en el torneo, y en la historia, al enfrentar a Bulgaria en octavos de final. Sin duda, una de las piezas clave para sacar el resultado fue Manuel Negrete, no solo por su importante labor en el centro del campo, sino porque, al minuto 34 del primer tiempo, en una de esas jugadas que se reservan para los mejores del mundo, puso a México al frente ante la imponente algarabía de un Estadio Azteca que se desbordaba. ¿Con qué podría compararse haber estado ahí en ese momento, celebrando el gol junto con una multitud de 110,000 personas que probablemente no podían dar crédito a lo que sus ojos acababan de ver?

A treinta años de distancia, y con una sonrisa que parece haber estado ahí todo este tiempo, es así como el propio Manuel recuerda el momento: “Rafael Amador me da el pase, la recibo, la controlo y veo a Javier Aguirre… se la doy para quitarme de encima a un defensa búlgaro, y él me la devuelve arriba. Él dice que me la puso así intencionalmente, porque ese tipo de jugadas las entrenábamos, pero yo no creo que la haya pensado así. Sea como sea, la verdad es que me la puso excelente: a buena altura, a buena velocidad y entonces dije: ‘No, pues ésta es de las que me gustan…’. Y sí”. Minutos más tarde, todo México celebraba el pase de su equipo a cuartos de final, algo que nunca antes había ocurrido –al menos no en igualdad de circunstancias– ni ha vuelto a ocurrir.

El dolor a la distancia

“Yo digo: ‘¿por qué no fuimos campeones del mundo?’. Porque no tuvimos la capacidad individual para afrontar ese compromiso. Claro: enfrentar a Alemania no es fácil, pero creo que nos dimos por vencidos… El caso de Tomás (Boy), un jugador con mucha experiencia, acostumbrado a tirar pénaltis, simplemente dijo: ‘Yo ya no puedo más’. Un Javier Aguirre que se equivocó haciéndose expulsar de una manera muy tonta, cinco minutos después de que habíamos ganado superioridad numérica con la expulsión de (Thomas) Berthold. Un Hugo Sánchez al que le seguía pesando el pénalti fallado contra Paraguay… él dijo que estaba lastimado, incluso le estaban dando masajes ¡pero podía haber tirado el pénalti! ¡Teníamos para ganar!”.

martes, 2 de febrero de 2016

Porque lo dice Facebook

Columna publicada en la revista GQ, febrero 2016.
Ilustración: Ignacio Huízar.
Tenía siete años la primera vez que fui con mi padre a San José Babícora, un pueblo al oeste del estado de Chihuahua al que cada invierno llegan millones de aves migratorias procedentes del norte. Ese día (aunque no lo supe hasta después) nació entre nosotros una tradición que revivía cada mes de diciembre, cuando se hacía presente el frío en el estado grande, del cual somos originarios. Es cierto que debí esperar algunos años, hasta tener el tamaño y la fuerza suficientes, para poder disparar una escopeta, pero eso nunca impidió que disfrutara al máximo esos fines de semana de cacería.

La aventura arrancaba un viernes por la tarde, cuando empezábamos a cargar la camioneta con lo necesario: armas, parque, alimentos, botas impermeables, ropa térmica, chamarras con camuflaje… Después íbamos por Raúl, un amigo de mi papá bastante divertido y con miles de anécdotas, capaz de hacer que las tres horas de carretera se fueran volando. Llegando a Babícora, ya de noche, nos dirigíamos a una casa rústica que mi papá y sus amigos cazadores habían mandado construir para estas ocasiones. No acabábamos de bajar el equipaje cuando aparecía Laureano, un lugareño querido por todos –calculo que tendría unos 60 años de edad–, a quien llamábamos Guano, y siempre sabía a dónde llevarnos para encontrar gansos y grullas grises. Cenábamos ligero y nos íbamos a dormir temprano (aunque yo nunca podía, por la emoción), pues al día siguiente debíamos levantarnos dos horas antes del amanecer para poder estar en posición cuando el sol saliera y aparecieran en el cielo las primeras parvadas.

Crecí, pues, asociando la cacería con varios aspectos valiosos en mi vida, como entrar en contacto con la naturaleza (entonces no entendía que cazando mataba parte de ella, por obvio que parezca) y conocer de cerca la vida de campo; pero, sobre todo, la asocié con convivir con mi papá como muy pocas veces ocurría en otras circunstancias, ya que él no era de pasar mucho tiempo en casa. Ir de cacería era sortear juntos una aventura; abrir un espacio, no para poder “hablar de hombre a hombre”, sino para conocernos mejor en un contexto que trascendía lo cotidiano y propiciaba que sintiera admiración por él.

Pero, ¿soy el único que siente haber llegado a una época en la que todo ha empezado a ser objeto de censura? Si algo tan simple, como mandar a un hijo a la escuela con un jugo y un sándwich de jamón para el recreo puede ser señalado como una absoluta irresponsabilidad (“Los embutidos causan cáncer”. “Los jugos industrializados son pura azúcar”. “¡No comas pollo, que está lleno de hormonas!”), ¿qué esperar de un pasatiempo como la cacería, que se ha vuelto controversial?

Hoy, que las redes sociales hacen del usuario un pseudoexperto en cualquier cosa, ¿cómo eludir la tentación de creerse superior al otro? Y al mismo tiempo, ¿cómo no sentirse presionado a cumplir con ese deber ser instaurado en Facebook, que diariamente recrimina nuestros malos hábitos? Cada vez que reviso mi muro termino sintiéndome regañado y con la mente llena de advertencias: “¿Por qué no te pones los tenis y sales a correr, en vez de estar todo el día sentado?”. “Si quieres una mascota no la compres, ¡adóptala! ¿No ves cuántos perros abandonados hay en la calle?”. “¿Vas a seguir comiendo carne, sabiendo cuánto sufren los animales en el rastro, y todo el daño que provoca a tu salud?”.

Las redes sociales han hecho de nuestras vidas un asunto de conocimiento público, y en la vorágine, entre miles de mensajes que vienen y van, uno no puede dejar de sorprenderse al reencontrarse con quien fuera la más fiestera en la preparatoria, y descubrir que hoy promueve con empeño la importancia de ser una buena madre. O con el vago de la cuadra hace 15 años, y que hoy asegure estar comprometido con el cuidado a la naturaleza y el medio ambiente. Sorprendente… y dudoso, si se juega al suspicaz, pero más allá del juicio, y sin poner a prueba la autenticidad de nadie, surge una duda genuina: ¿cuál será el efecto, a mediano o largo plazo, de esta tendencia a autopromovernos como personas más conscientes y responsables? ¿Será que a base de insistencia terminemos convirtiéndonos (o convirtiendo a otros) en eso que decimos ser? Júzguenme ingenuo, pero algo aquí me hace dar crédito a la teoría de la profecía autocumplida. 

Aunque aquellos fines de semana en San José Babícora siempre estarán entre los mejores recuerdos de mi infancia, ha pasado ya mucho tiempo desde la última vez que fui de cacería. Facebook nada ha tenido que ver con ello, pero sé que no me dejaría dormir tranquilo si siguiera practicando este pasatiempo.