Hace unos días me topé con un gracioso ensayo sobre Lord Brummell, considerado el primer dandy de la historia, a cargo del escritor y periodista francés Jules Barbey d’Aurevilly –autor de La hechizada (1854) y de Las diabólicas (1874). “Nada perjudica más la figura del dandy que la aberrante confusión con el veleidoso bon vivant –dice por ahí el texto–. Poco tiene que ver un dandy con esos hombres coquetos, víctimas de los afeites, ávidos de ropas caras, perfumes y regocijos”. Lo anterior fue escrito en 1845, cuando al británico Mark Simpson le faltaban como 120 años para llegar a este mundo y casi 150 para acuñar el término “metrosexual”, que tan famoso se hizo a principios del milenio y, si nos apegamos a la descripción de d’Aurevilly, tan bien vino a reemplazar aquel empolvado galicismo, cuyo origen parece estar en el lejano siglo XVII. “Hombres coquetos y víctimas de los afeites”, dijo el decimonónico francés. “Hombres que se gustan a sí mismos y no tienen miedo de demostrarlo”, dice Mark Simpson. Y aunque mi manera de entender lo que es un bon vivant está más relacionada con esa afición a los placeres exquisitos que también profesan los sibaritas (el buen comer, el buen beber y todos esos gustos que uno puede darse cuando lleva una vida reposada), la definición que con sorna da el escritor francés, más ligada a ese “nuevo hombre” del siglo XXI que se hace manicure, compra cremas para “disimular las líneas de expresión” y se aplica tratamientos en el pelo para verse tan bien como sea posible, repito, me ha resultado un tanto graciosa. Sobre todo porque me ha hecho pensar en esa nueva versión del antiguo petimetre francés (petit maître, que significa “pequeño señor” o “señorito”) que nació recientemente en México: el Mirrey, esa tribu urbana que por alguna traidora razón ha encontrado en el ambiente acapulqueño y en la figura de Luis Miguel dos grandes motivos de inspiración. Así tal cual.
Dueños de la fiesta e indiscutibles protagoniastas en el antro, los mirreyes saben que para partir plaza hay que lucir de manera impecable, desabrocharse un poco la camisa, beber siempre champaña (si acaso whiskey o bacacho) y no dejar de mostrar el gran afecto que sienten por sus amigos (“brothers”, en realidad) mediante toqueteos incesantes. Además, claro, de ostentar sus dotes donjuanescas procurándose siempre una “niña muy linda” que permanezca a su lado durante la noche para hacerlos brillar. No quiero ni imaginar qué cara pondría Jules Barbey d’Aurevilly si viera a uno de estos ejemplares en acción.
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