viernes, 3 de octubre de 2014

Carácter independiente


Publicado en la revista Forbes, septiembre 2014.


Existe un rumor sobre Megan Ellison, o mejor dicho, sobre la indulgencia de su padre. Se dice que al cumplir 20 años recibió de la chequera de papá 200 millones de dólares. Otros dicen que la cantidad fue diez veces mayor. Como quiera que haya sido, el dinero para esta joven de 27 años no es color verde ni tiene la textura del papel, sino la del celuloide. Hija del multimillonario Larry Ellison, fundador del software Oracle, Megan es una de las productoras de cine más prominentes de la escena hollywoodense, y su trabajo da cuenta de que la “hijita de papá” es todo menos eso.



Con el Globo de Oro que ganó por American Hustle.


Su compañía se llama Annapurina, un nombre proveniente de una de las cordilleras del Himalaya que ella misma caminó tras desertar de la Universidad de California a los 20 años. Y aunque esto pudiera parecer un síntoma común en la juventud de Beverly Hills, la realidad sobre Ellison es diferente. Digamos que tiene un ojo especial para encontrar proyectos que, de no ser por ella, tal vez nunca verían la luz.
En 2010, su trayectoria como productora ejecutiva empezó de la mano de los hermanos Coen, con el largometraje True Grit, un western desviado de los clásicos de Paul Newman. En esta cinta una pequeña mujer busca venganza por la muerte de su padre y se encuentra envuelta entre maleantes del Lejano Oeste para terminar con una bala en las entrañas. Definitivamente no parecía una apuesta segura en esta época de musicales, superhéroes y cintas infantiles, pero Annapurina no se caracteriza por tomar proyectos seguros.
            Tras el éxito obtenido con los Coen se involucró en películas aún más controvertidas. Zero Dark Thirty, por ejemplo, no solo relata la caída de Osama Bin Laden, sino que plantea que fue una mujer quien encontró al hombre más buscado del planeta, y no un agente corpulento de la CIA o un detective reivindicado del FBI. Her, con la actuación estelar de Joaquín Phoenix (un actor poco querido por los medios), trata sobre las relaciones afectivas entre un hombre y un sistema operativo, incluyendo encuentros sexuales de tipo cibernético que no cualquiera puede presumir haber visto en la gran pantalla. El total de la inversión en ambas películas fue de 70 millones de dólares y las dos estuvieron nominadas para BAFTAs, Globos de Oro y premios Oscar.
            Mención aparte merece Springbreakers, cinta emblema de Harmony Corine, que retrata de manera cruda y escalofriante la realidad del existencialismo adolescente americano. El film incluye a cuatro actrices prototípicas de Disney recicladas en preparatorianas reales en medio de un paraíso desvirtuado. La palabra valentía no alcanza para describir lo que director, reparto y productores, necesitaron para liberar una película con tales características. Basta decir que cada top 10 del año pasado la incluye entre las mejores películas de 2013, incluyendo The New York Times.
¿Será que Megan Ellis tiene el poder del Rey Midas? Algo debe de ayudarle su trayectoria vitalicia como ciudadana californiana, pues eso le ha permitido codearse con cualquier cantidad de celebridades talentosas, como Katheryn Bigalow, Spike Jonze y Paul Thomas Anderson entre ellos. Con este último, por cierto, y a través de Annapurina, realizó The Master, un drama paralelo a los orígenes de la cienciología con actuaciones estelares del ya conocido Phoenix y el difunto Phillip Seymour Hoffman. Éste tal vez sea el único largometraje en su haber que no fue un éxito de taquilla, sin embargo, representó algunas de las mejores críticas de la carrera para los actores y el director.
En cuanto a su personalidad se sabe poco. Megan es más bien introvertida y evita dar entrevistas. Para entender mejor su personalidad tal vez solo haya que ver las películas en las que se ha involucrado: todas son inteligentes, discretas en cuanto a publicidad y mercadeo pero llenas de personalidad e intención sociopolítica. El rol de esta joven productora en esta etapa del cine norteamericano se revela como fundamental: en menos de cuatro años ya está alcanzando la meta de 200 millones de dólares invertidos en proyectos de arte a los que les ha ido bien en taquilla. Llama la atención que la cantidad coincide con la que supuestamente le dio su padre al llegar a las dos décadas de vida.
Vaya que hay mucho que agradecerle a Ellison por el hecho de arriesgarse, aunque hoy su buen gusto podría estar en entredicho: Annapurina está en la preproducción de Terminator Genisis,(Alan Taylor, 2015) y Terminator VI, proyectos que parecen distantes con respecto a sus elecciones anteriores. A la par de estas megaproducciones está Foxcatcher (Bennett Miller, 2014), historia basada en hechos reales, en la que un multimillonario esquizofrénico (encarnado por un irreconocible Steve Carell) mata sin motivo aparente a un medallista olímpico en lucha grecorromana.
¿Qué sigue en el futuro de Megan Ellison? Es difícil predecirlo, pues aún no cumple ni 30 años y ya supera en ganancias y reconocimiento a muchas productoras bien establecidas. Aun así, no parece ser el dinero ni el reconocimiento lo que ella busca, pues ambas cosas las tiene desde que nació. ¿Será por eso que tiende a alejarse de la luz para empujar proyectos desde la sombra? Lo que sea que inspire a Megan, no hay duda de que podría cambiar la historia del cine.

*Con la colaboración de Miguel Rivera

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Jaulas

Cuento publicado en Reflexiones sin remedio (ICHICULT y Conaculta, 2000).



El cuento empieza aquí, mientras un tipo corre a toda velocidad. No existe información precedente. No hay manera de saber por qué, desde cuándo, hasta dónde correrá. Eso sí: va frenético. Carece, al igual que el lector, de datos que expliquen su situación. Simplemente corre y de ello sólo puede deducir que se encuentra en aprietos. No para. Tampoco puede acelerar, va al máximo. Tal vez alguien lo esté persiguiendo. Está por mirar a sus espaldas cuando duda. Eso le restaría velocidad. Si su perseguidor se encuentra cerca podría capturarlo. Prefiere seguir mirando hacia el frente y no dar facilidades a su enemigo. Recuerda entonces aquella pesadilla en donde pasaba por una situación exactamente igual a ésta. Se concentra al máximo, intentando interrumpir su sueño, pero no gana nada. No es un sueño por lo que el tipo atraviesa. Tiene que asumir que la persecución es real, aunque no logra resignarse. Lo aborda una angustia terrible que transmite al lector, quien intenta abandonar este absurdo relato. Pero su concentración no le sirve de nada. Se descubre atrapado en una historia sin forma. No puede más que seguir leyendo a ritmo matacaballos lo que le sucede a un tipo que corre. Y que sabe que debe seguir corriendo para salvar el pellejo. Así que ahora se concentra en la firmeza de sus pasos, en la potencia de sus músculos, en el control de su respiración... está en ésas cuando advierte cierta familiaridad en el trayecto. Reconoce elementos que supone haber dejado atrás hace apenas unos instantes. Llega a su mente una imagen de sí mismo con cara de rata haciendo girar una ruleta en el afán de escapar. El lector no soporta más; se lleva manos desesperadas a los cabellos. Se los jala y los revuelve. Se apachurra la cara y encuentra unos bigotes demasiado largos para ser los suyos. El colmo. ¿Quién ha sido capaz de una broma así? Recuerda entonces aquella pesadilla en donde pasaba por una situación exactamente igual a ésta. Va a hacer un esfuerzo por abandonar el sueño, cuando da con la certeza de que no tendría sentido siquiera intentarlo: no está soñando. Tiene que asumir que los bigotes son auténticos, aunque no logra resignarse. Sabe por experiencia que no existe más alternativa que seguir leyendo la absurda historia de un tipo que corre hacia ninguna parte. Tal vez al terminar reciba un trozo de queso como recompensa, tal vez no, pero él tiene que seguir leyendo.

viernes, 22 de agosto de 2014

Julio César Chávez, a 30 años de su primer campeonato

Una versión editada de este perfil, coescrito con Aquiles Castañeda, fue publicada en la revista Life & Style, septiembre 2014.


Esa noche, como muchas en los últimos dos o tres años de su vida, Julio César Chávez había consumido demasiada cocaína y alcohol. Semanas antes, Amalia Carrasco, su ex esposa, no solo había decidido dejarlo, sino revelar a la prensa que el ídolo de México era adicto a las drogas y tenía por costumbre golpearla. Los periódicos, además, lo cuestionaban sobre supuestos nexos con los principales narcotraficantes del país, como Francisco Arellano Félix y Amado Carrillo. Por otro lado, enfrentaba una demanda contra la Secretaría de Hacienda por evasión fiscal y otra contra Arrendadora Bancomer por pagos incumplidos. No hacía mucho que su impresionante racha de 89 peleas invicto había llegado a su fin y, por si fuera poco, tenía una infección en el codo que se complicaba más de lo esperado y ponía en riesgo sus posibilidades de seguir boxeando. Con todo esto en la cabeza, y mucho más, el héroe vio el amanecer después de una noche entera sin dormir. Estaba en su residencia de Colinas de San Miguel –uno de los fraccionamientos más exclusivos de Culiacán– y se sentía terriblemente solo, emproblemado, vacío y sin motivación alguna para seguir. “Entonces dije: ‘Chingue su madre, me voy a matar’”.
 


Foto: José Luis Castillo


A lo largo de tres décadas
El próximo 13 de septiembre se cumplirán 30 años desde que Julio César conquistó su primer campeonato. Fue en la categoría Superpluma del Consejo Mundial de Boxeo (CMB), con el Grand Olympic Auditorium de Los Ángeles como escenario. Los pronósticos no estaban a su favor, pero era tal su necesidad de triunfo, que su rival, Mario “Azabache” Martínez, no pudo terminar el octavo round. “Subí al ring con todo en mi contra, pero sabía que de esa noche dependía el resto de mi vida –dice Chávez tres décadas después–. Cuando el réferi paró la pelea nadie lo podía creer”. Ese día, México vio nacer un nuevo ídolo y la historia del boxeo registró el principio de una leyenda: la del Gran Campeón Mexicano, como lo bautizaría Jimmy Lennon Jr, el más famoso anunciador del ring.
¿Qué ha ocurrido con Mr Nocaut desde aquel primer gran trancazo que dio en 1984? Con un total de 107 triunfos (86 de ellos por la vía del descontón), seis derrotas y dos empates, el boxeador más victorioso que ha dado México llegó a sumar 87 triunfos y casi catorce años sin descalabros. El sueño se empezó a resquebrajar diez años después, el 29 de enero de 1994, cuando Frankie Randall le arrebató el título Superligero del CMB con una pelea que ganó por decisión dividida. “Fue muy triste para mí”, declaró para el periódico Excélsior en una entrevista que le hicieron veinte años después de aquel episodio. Confesó no haberse preparado debidamente para el enfrentamiento. “Tomé las cosas a la ligera”, dijo, y reconoció que esa noche fue presa de sus excesos. Había aparecido la que se convertiría en la principal amenaza para su carrera.

Mi vida era subir al ring
La historia de Julio César Chávez es común a la de muchos boxeadores: parte de una familia de escasos recursos, se dedicó a vender periódicos desde niño. En la adolescencia empezó a practicar box amateur, según dice, por no soportar que su madre tuviera que lavar ropa ajena para sacar adelante a sus once hijos.
            Aunque nació en Sonora, Julio César creció en Culiacán, Sinaloa, junto con sus diez hermanos. Fue ahí donde ganó el torneo de los Guantes de Oro, su único logro como aficionado, pues, antes siquiera de cumplir los 18 años, ya se había iniciado como profesional. Pensaba, como todos, que a base de golpes vendría la oportunidad de sacar a su familia adelante. “Estaba enamorado del boxeo. Mi vida era subir al ring. Además, cada vez me pagaban mejor, así que ¿cómo no me iba a gustar?”.
            Así, los cuatrocientos pesos que ganó por su primera pelea como profesional, en 1980, se convirtieron en cuatro millones de dólares en 1992, cuando enfrentó a Héctor “Macho” Camacho en el Thomas & Mack Center de Las Vegas, Nevada (19,000 espectadores); y en siete, cuando se encontró por primera vez con Óscar de la Hoya, en 1996.
Hoy, con cinco títulos mundiales en tres divisiones de peso (Superpluma, Ligero y Superligero), el César del Boxeo, no solo sigue siendo el mexicano con más triunfos en este deporte, sino el que llegó a acumular la mayor fortuna como producto de sus peleas. Según cálculos de José Sulaimán, su patrimonio pudo haber llegado a los 80 millones de dólares. El problema, como suele suceder cuando se conjugan éxito, fama y dinero, fue que el mundo le empezó a quedar demasiado pequeño.

La cara del diablo
Los recuerdos se tropiezan al salir. Como si su memoria se negara a revivir momentos terribles, un Julio César de 52 años de edad y cuatro en recuperación, se muestra incómodo al relatar los episodios más críticos que vivió en aquella casa. Las anécdotas salen hechas pedazos, incompletas y sin un hilo conductor que encadene un hecho con otro: “Un día casi mato a mi hermano el Borrego de un balazo... estaba muy enojado. Otro día le prendí fuego a mi recámara… otro estuve a punto de darme un tiro; en esa casa veía cosas que no existen. Día tras día, se me aparecía al diablo”.  
            Sin más compañía que la de su personal doméstico y tras una noche de excesos, el campeón mundial llegó a pensar que no tenía sentido vivir. Empuñando una pistola se abrió camino entre sus empleados para salir al patio, donde llevó el cañón a la sien y presionó el gatillo. Por fortuna –habrá quien diga “milagro”–, el mecanismo del arma se trabó y la detonación no se produjo ni en ese ni en un segundo intento. El boxeador hizo lo que pudo por corregir el desperfecto, apuntó nuevamente hacia su cabeza y, antes de disparar por tercera ocasión, llegó el manotazo de uno de sus trabajadores. La bala sí salió entonces, pero no destrozó su cerebro; en vez de eso, fue a incrustarse en el tronco de un árbol.

Colinas de San Miguel, abril 2014
El ex campeón supervisa minuciosamente las obras de remodelación. Su gesto refleja alegría, porque convertir su casa en centro de rehabilitación lo entusiasma, pero también nostalgia pues la transformación del inmueble lo hace conectar con muchos recuerdos. “Si esta casa hablara contaría momentos muy bonitos de mi vida, pero también diría cosas horribles –dice con voz temblorosa–. Lo bueno es que, al final, el destino quiso que este lugar se transformara en algo bueno y eso es con lo que me quiero quedar”.
            Recuerda cuando las calles alrededor se llenaban de gente celebrando con él sus triunfos o, incluso, en los pocos casos en que llegó a ocurrir, demostrarle su apoyo ante la derrota. “Era muy bonito ver a miles de personas afuera de mi casa gritando mi nombre. Es algo que jamás voy a olvidar ni dejaré de agradecer”.
Cientos de reconocimientos, fotografías y pinturas abundan todavía por aquí, dando cuenta de las hazañas del Gran Campeón Mexicano. Entre miles de imágenes destacan las fotos donde aparece con el ex presidente Carlos Salinas de Gortari. “¿Fue tu amigo?”. “No, Salinas no fue mi amigo… sigue siendo amigo mío”. Y agrega: “Cuando estás en la cúspide todos se quieren juntar contigo. Así conocí a muchos políticos y gente famosa. Hoy solo tengo relación con los que se quedaron después de todo lo bueno y lo malo que viví. Carlos Salinas de Gortari es uno de ellos”.

Epílogo
La casa donde Julio César Chávez pudo haber muerto hace casi veinte años se ha convertido en un sitio para generar armonía y tranquilidad; para darle esperanza a quien se ha vuelto presa de sus adicciones.
            Después de dos reincidencias, el boxeador inició en agosto de 2010 un nuevo –y espera que definitivo– proceso de rehabilitación. Hoy, además de llevar cuatro años ganando la pelea más difícil de su vida, ha inaugurado Baja del Sol, un centro de rehabilitación con sucursales en Tijuana y en Culiacán, justo donde fue su casa y donde vivió los mejores y los peores momentos de su vida. “Tuve todo lo que un ser humano quisiera tener y no me llenó. Ahora me llena que mis hijos estén bien. Tener salud, estar tranquilo y seguir contando con el cariño de la gente. Me llena ayudar a quienes lo necesitan, porque sé lo que se siente. Es una gran satisfacción ver cómo llegan las familias destrozadas, como llegué yo, y luego verlas salir como si hubieran vuelto a nacer”.
 

jueves, 19 de junio de 2014

Desde la media cancha





…sale un pase que parece llevar buena puntería. El delantero mexicano acelera el paso sin apartar la vista del balón. Presume que logrará estar en el lugar y en el momento justo para bajar la bola con el pecho, controlarla y mandarla a la red. Junto a él, pegado como sanguijuela, corre también el defensivo brasileño…  no, más bien de Estados Unidos. Aunque el Estadio Azteca está lleno a tope, y la posibilidad de que México le anote el gol del gane a los gringos tenga al público vuelto loco, el atacante no escucha más que silencio. Dicen que eso sólo pueden hacerlo unos cuantos: no oír el ruido y ver todo como si estuviera pasando en cámara lenta, por eso son capaces de tomar la decisión correcta en segundos; por eso son los mejores.
El goleador consigue su primer objetivo y llega al balón, le mete el pecho, y lo hace tan bien, que la pelota queda en el lugar preciso para hacer un quiebre que saca de balance al defensa. Se perfila hacia el arco rival, levanta la vista y ve al portero, que tiene los ojos de plato clavados en el esférico. Avanza un poco más, se mete al área, aguanta el tiro esperando que el arquero se venza, esquiva una barrida del gringo (que falla en su último esfuerzo por detener el ataque) y decide disparar un tiro cruzado a media altura, así que planta bien la pierna izquierda, gira el cuerpo y saca un potente derechazo. El portero reacciona de inmediato, se lanza, pero no alcanza el balón, que sigue su trayectoria hasta impactarse en la parte interna del poste y rebotar hacia adentro de la portería. “¡Goooooooool!”, grita el estadio entero. El estruendo de cien mil gargantas rompe el silencio y el tiempo vuelve a su ritmo habitual. Una poderosa descarga de adrenalina cae sobre Lalo y lo hace correr a toda velocidad. Está en shock y no será hasta que sus compañeros de equipo lo zarandeen y le brinquen encima cuando empiece, poco a poco, a volver en sí. Entonces tomará conciencia de que su gol cayó en los últimos segundos del partido, de que el tiempo ya no dio para que la pelota fuera otra vez a la media cancha y, por lo tanto, el marcador final es 2-1 a favor de México. Increíble pero cierto: ¡2-1 favor México!, que por primera vez en la historia se corona campeón, gracias a ese gol de último momento.
Lalo tiene nueve años y una imaginación obsesionada con transportarlo cada rato a una cancha de futbol (su favorita es la del Estadio Azteca) para meterle goles a Alemania, a Brasil, a Estados Unidos o a cualquier otro país de los que sabe que existen… claro, siempre vistiendo el uniforme de la selección. Esto puede ocurrir en cualquier momento del día: durante la clase de matemáticas, los domingos en misa, cuando tiene que ir con sus papás; o cuando ya se va a dormir. Hace unos días, por ejemplo, tuvo mucho tiempo para imaginar que metía todo tipo de goles: remates de cabeza, chilenas, tiros libres y hasta uno que metió luego de burlarse como a siete, incluyendo al portero. Así al menos no fue tan aburrido el viaje de cinco horas que lo llevó de Guadalajara a la ciudad de México; ni tan triste, porque lo que él menos quería era irse a vivir para allá. En Guadalajara tenía amigos… no muchos, pero suficientes. En cambio en México no conocía a nadie y no iba a tener con quién juntarse.
El primer día de clases en su nueva escuela no quería ni levantarse de la cama. Le dijo a su mamá que le dolía el estómago, y era cierto, pero ella pensó que era un pretexto para quedarse en casa y lo mandó a la regadera antes de que se hiciera tarde. Ni modo, sólo tiene nueve años y a esa edad no queda más que obedecer a los papás, así que fue a la escuela con todo y punzadas en las tripas.
El dolor iba y venía por ratos mientras estaba en el salón. A las 11:30 sonó el timbre para salir al recreo y todavía sentía molestias, pero apenas unos minutos después, cuando la maestra dijo que podían salir y escuchó a unos niños ponerse de acuerdo para ir a las canchas de fut, el dolor desapareció de súbito. La escuela a la que iba antes, en Guadalajara, no tenía canchas, así que… podría no estar tan mal el cambio, después de todo. Salió del salón corriendo junto con todos y llegó a las canchas siguiendo a los demás. Eran de pura tierra, pero estaban bien.
Lalo vio que todos se fueron acomodando en un lado u otro de la cancha y entendió que los equipos estaban formados desde antes. Entonces empezó a temer que nadie lo invitara a jugar. ¿Pues qué no se habían dado cuenta de que él estaba ahí para eso? Minutos después arrancó el partido y él tuvo la impresión de que en todo ese tiempo nadie siquiera lo había volteado a ver. “Aquí los niños son bien sangrones”, pensó, y nuevamente sintió que le dolía la panza. No sabía si irse o quedarse… a fin de cuentas no tenía nada mejor que hacer, cuando vio que el balón se aproximaba a él, resultado de un despeje sin tino del portero. Instintivamente se preparó para detenerlo y regresarlo a la cancha. No era nada más que eso: pasarles la bola a sus compañeros de clase para que continuaran con el juego, pero en el fondo sintió que ese hecho fortuito podía significar algo más: sería al menos un motivo para que lo voltearan a ver y lo tomaran en cuenta para otro partido. “¡Bola!”, gritó uno de los jugadores, a quien Lalo reconoció como el niño que hacía un rato, en el salón, estaba sentado junto a él. Dio unos cuantos pasos para encontrarse con la pelota, la detuvo con el pie, alzó la mirada para verificar la posición de quien le habló y chutó hacia él… o bueno, no exactamente… porque, aunque esa fue su intención, la bola terminó en otro lado muy distinto y uno de los niños que estaban jugando tuvo que ir por ella hasta bien lejos. Lalo sintió tanta pena de haberle pegado tan chueco a la pelota cuando todos lo estaban viendo, que prefirió regresar al salón, no sin antes oír varias risas de burla y dos o tres quejas insultantes. Esa noche, ya acostado en su cama, no quiso hacerle caso a su imaginación y se quedó dormido pensando en su casa de Guadalajara.
Al día siguiente Lalo amaneció otra vez con dolor en la panza, pero no le dijo a su mamá porque sabía que no iba a servir de nada. Se metió a bañar, desayunó, se alistó para salir, llegó a la escuela y durante todo ese tiempo no dejó de pensar en si debía ir o no a las canchas en la hora del recreo. Cuando sonó el timbre todos salieron corriendo menos él, que se quedó sentado en su lugar, todavía dudoso. Permaneció ahí un minuto, tal vez dos, y luego se desesperó porque estar ahí era muy aburrido, así que se salió del salón. Empezó a caminar rumbo a las canchas muy despacio, como yendo sin querer. Llegó al mismo lugar en el que un día antes hizo el ridículo de patear el balón hacia quién sabe dónde y desde ahí se puso a ver el partido.
Quien sigue esta historia tal vez piense que Lalo volvió a “la escena del crimen” para retar al destino, esperando un nuevo pelotazo y con él la oportunidad de regresar el balón con un buen tiro para sacarse la espina; y sí, lo más probable es que, consciente o inconscientemente, ésa haya sido su intención. Sin embargo, el destino tenía planeada otra cosa para él. No habían pasado ni diez minutos de partido cuando Memo cayó al suelo aparatosamente. Dos niños de su equipo se acercaron a ver qué le había pasado. Memo no podía levantarse. “Me doblé bien gacho el tobillo”, dijo con una mueca en la cara, aguantando apenas las ganas de llorar. “Ni le llegó nadie, se cayó por menso”, dijo uno del equipo contrario. A Memo no le cayó en gracia que le dijeran menso, pero con tanto dolor que sentía ya ni dijo nada. Prefirió salirse de la cancha dando saltos en un pie, y sentarse por ahí a esperar que se le quitara el dolor. Bueno, pero ¿mientras? Si Memo no podía seguir jugando quedarían cinco contra cuatro. “Que entre el nuevo”,  gritó uno. “¡Ni maiz, es patachueca!”, gritó otro. Lalo veía todo desde lejos sin saber qué hacer. El dilema quedó resuelto cuando al portero del equipo que se quedó con cuatro se le ocurrió decir. “Que se ponga de portero, yo juego de medio”. Aunque algunos todavía tenían cara de duda y no acababan de convencerse, terminaron por aceptar al darse cuenta de que no había mejor opción. Al menos que hiciera bulto en la portería… si les daban una paliza ya ni modo. “¿Cómo te llamas?”, le preguntó quien le heredaría el puesto. “Lalo, ¿y tú?”. “Yo Ricky… ¿entonces qué? ¿Sí te pones?”. Lalo le dijo que sí y pegó una carrera para ocupar su posición. En Guadalajara nunca había jugado de portero pero eso qué, más valía jugar de lo que fuera en vez de seguir viendo el partido desde afuera.
En cuanto el juego se reanudó empezaron las amenazas sobre su portería. Primero tuvo que parar un tiro que, aunque iba casi a las manos, llevaba mucho cañón. El pelotazo le dolió, y bastante, pero él reaccionó como si nada para que su equipo viera que aguantaba. Poco después vino una jugada en la que se tuvo que barrer para quitarle la bola al delantero, que ya había burlado al último defensa e iba solo para tirar. Lo atacó de frente, sin miedo a que le dieran una patada en la cara. “¡Bien, Lalo!”, celebraron sus compañeros. Inexplicablemente hasta para él mismo, estaba jugando como si tuviera años siendo portero y sus compañeros lo felicitaban cada vez con más vehemencia por cada buena jugada que hacía bajo los postes. Lo malo era que la pelota ya llevaba mucho tiempo estando en un solo lado de la cancha y, si no fuera por sus intervenciones, ya estarían perdiendo el partido. Por eso, en cuanto tuvo  nuevamente el balón en sus manos, le pidió a todo el equipo que subiera. Iba a despejar lo más lejos posible, a ver si alguien de los suyos ganaba la bola y tenía alguna oportunidad de meter gol. Como a esas alturas ya se había ganado cierto respeto en el equipo, todos le hicieron caso sin repelar. Lalo botó dos veces el balón contra el suelo y luego miró hacia el frente, en donde encontró a Ricky, el niño que tuvo la idea de que él entrara de portero. Agarró suficiente vuelo como para llegarla hasta donde él estaba y pateó tan fuerte como pudo. La pelota voló alto, pero no hubiera llegado muy lejos de no ser por un defensa con mal tino que, queriendo rechazar con la cabeza, terminó mandándola hacia atrás de un espaldarazo, justo en donde Ricky estaba listo para tirar a gol. Lalo corrió desde su propia portería para chocarla con todos; iba contento porque parecía que con ese gol iban a ganar el juego, pero más porque sabía que ahora sí sus compañeros lo iban a tomar en cuenta cuando fueran a jugar futbol. El timbre que ponía fin al recreo y al partido sonó apenas unos minutos después.

En el Estadio Azteca todo mundo se come las uñas de los nervios. México y Estados Unidos se disputan el campeonato mundial en un partido que no podría ser más reñido ni más emocionante. Hace un rato, al concluir el segundo tiempo extra, mucha gente pensó que el sueño había llegado a su fin: México no sabe ganar en penales. Sin embargo, el curso de la historia podría cambiar en este momento. Los cinco  primeros tiradores mexicanos han conseguido el tanto; Estados Unidos debe meter el quinto para mantenerse con vida y llevar la disputa a una nueva tanda de pénaltis. La decisión recae en London Donovan, el más certero de los delanteros norteamericanos. Todo el estadio está contra él. La rechifla es un zumbido que ensordece pero él da la impresión de ser inquebrantable. Su cara refleja una seguridad y una determinación a prueba de cualquier cosa. La bola está puesta sobre el manchón del área. El delantero observa la portería, la mide mientras espera el silbatazo del árbitro. “¿Qué vas a querer cenar, mi amor?”. El portero le dice a su mamá que un sándwich y vuelve rápido a lo suyo. El estadio y todos sus decibles de alboroto se han convertido en silencio; el tiempo ha frenado su ritmo y transcurre despacio. El árbitro da la señal. Donovan inicia su carrera hacia el balón. Lalo busca su mirada y encuentra en sus ojos la información que necesita. Sabe que el tiro va a venir por abajo, hacia su izquierda. Lalo se anticipa, vuela, tiene consigo la absoluta confianza de que va a llegar a esa pelota. “¿De jamón o de salchicha?”, alcanza a oír a su mamá, pero a Lalo eso le importa un rábano; gracias a él México está a punto de coronarse campeón.

  

lunes, 5 de mayo de 2014

Del dandy inglés al mirrey acapulqueño

Columna publicada en la revista Deep, noviembre 2013.






















Hace unos días me topé con un gracioso ensayo sobre Lord Brummell, considerado el primer dandy de la historia, a cargo del escritor y periodista francés Jules Barbey d’Aurevilly –autor de La hechizada (1854) y de Las diabólicas (1874). “Nada perjudica más la figura del dandy que la aberrante confusión con el veleidoso bon vivant –dice por ahí el texto–. Poco tiene que ver un dandy con esos hombres coquetos, víctimas de los afeites, ávidos de ropas caras, perfumes y regocijos”. Lo anterior fue escrito en 1845, cuando al británico Mark Simpson le faltaban como 120 años para llegar a este mundo y casi 150 para acuñar el término “metrosexual”, que tan famoso se hizo a principios del milenio y, si nos apegamos a la descripción de d’Aurevilly, tan bien vino a reemplazar aquel empolvado galicismo, cuyo origen parece estar en el lejano siglo XVII. “Hombres coquetos y víctimas de los afeites”, dijo el decimonónico francés. “Hombres que se gustan a sí mismos y no tienen miedo de demostrarlo”, dice Mark Simpson. Y aunque mi manera de entender lo que es un bon vivant está más relacionada con esa afición a los placeres exquisitos que también profesan los sibaritas (el buen comer, el buen beber y todos esos gustos que uno puede darse cuando lleva una vida reposada), la definición que con sorna da el escritor francés, más ligada a ese “nuevo hombre” del siglo XXI que se hace manicure, compra cremas para “disimular las líneas de expresión” y se aplica tratamientos en el pelo para verse tan bien como sea posible, repito, me ha resultado un tanto graciosa. Sobre todo porque me ha hecho pensar en esa nueva versión del antiguo petimetre francés (petit maître, que significa “pequeño señor” o “señorito”) que nació recientemente en México: el Mirrey, esa tribu urbana que por alguna traidora razón ha encontrado en el ambiente acapulqueño y en la figura de Luis Miguel dos grandes motivos de inspiración. Así tal cual.
            Dueños de la fiesta e indiscutibles protagoniastas en el antro, los mirreyes saben que para partir plaza hay que lucir de manera impecable, desabrocharse un poco la camisa, beber siempre champaña (si acaso whiskey o bacacho) y no dejar de mostrar el gran afecto que sienten por sus amigos (“brothers”, en realidad) mediante toqueteos incesantes. Además, claro, de ostentar sus dotes donjuanescas procurándose siempre una “niña muy linda” que permanezca a su lado durante la noche para hacerlos brillar. No quiero ni imaginar qué cara pondría Jules Barbey d’Aurevilly si viera a uno de estos ejemplares en acción.