A sus diez años,
Beto ni se imagina lo diferente que va a ser el mundo cuando crezca y tenga un
hijo de la edad que él tiene ahora. Pero, ¿a quién le importa lo que pueda llegar
a pasar después de tanto tiempo, cuando la vida se trata de no quedar a deber materias
para poder pasar a sexto? Y bueno... eso de tener que estudiar para los exámenes y
pasar de año es solo un decir porque, la verdad, para un niño de diez, la vida
se trata de muchas otras cosas, antes que de andar pensando en las calificaciones.
Para Beto, que vive en las afueras de una ciudad a la que le faltan varios años
para alcanzar el primer millón de habitantes, la vida se trata, a veces, de ir
a alguno de los terrenos baldíos que quedan cerca de su casa para prenderle
lumbre a un montón de periódicos. O de hacer hasta lo inimaginable para exterminar
un hormiguero. Pasar toda la tarde jugando futbol o apedrear lagartijas son también
buenas opciones, igual que ir al parque en la bici o volar el papalote si hay
viento idóneo.
Beto tiene la
suerte de vivir en un lugar y en una época en la que hacer todo eso, y mucho
más, es perfectamente posible. Nadie ha tachado ni tacharía a sus padres de
irresponsables por dejarlo andar solo en la calle, sin más compañía que la de otros
tres o cuatro chamacos de más o menos su misma edad. A fin de cuentas, ¿no es
justo ahí, en las calles, donde se empieza a forjar el carácter? ¿No es cayendo
de la bicicleta y raspándose las rodillas como un niño aprende a levantarse y continuar?
Sobre eso, más o menos, le habló su padre el día que llegó a la casa llorando con
un brazo roto.
A él y a otros tres
muchachillos del barrio se les había ocurrido meterse a la casa en construcción
que está frente a la ferretería. Como iban ya dos semanas que los albañiles no
se aparecían por ahí para trabajar, la casa a medio hacer era toda para ellos,
y una oportunidad así no era para dejar pasar. La primera vez que fueron solo
se sentaron en el suelo a platicar, como si el puro hecho de haberse metido, sin
permiso de nadie, alcanzara para saciar la sed de travesura de ese momento. El
percance ocurrió el día siguiente, cuando ponerse a platicar no resultó lo suficientemente
divertido, y les dio por trepar andamios.
Beto no dejó de
llorar en todo el camino rumbo al hospital. Y aunque difícilmente hubiera
podido explicarle a su mamá cómo es que había caído desde la parte más alta del
armazón, ella estaba tan ocupada conduciendo el auto, y regañándolo, que ni
siquiera le hubiera hecho caso. “¡Y ni se te ocurra pedirme permiso para salir
en las próximas dos semanas, ¿me oíste?!”. ¡Por supuesto que la oía!, cómo no la
iba a oír, si estaba sentado al lado de ella… si no respondía era porque le
dolía tanto el brazo que no tenía cabeza siquiera para registrar la
información. “Y espérate a que se entere tu papá, ¡a ver a él con qué le
sales!”.
El médico
determinó que se trataba de una fractura leve que, afortunadamente, no requería
de intervención quirúrgica.
–Te
salvaste de la operación, muchacho. Ya nomás es cosa de que aguantes el yeso un
mes, y vas a estar listo para la próxima.
Madre e
hijo encontraron completamente fuera de lugar la sonrisa impúdica con tintes de
picardía que dejó ver el médico tras decir lo anterior.
Caía la
noche para cuando salieron del sanatorio. Beto había dejado de llorar y su mamá
había dejado de regañarlo. El enojo había dado paso a la congoja.
–Ay, Beto,
¡pero cómo no te fijaste, hijito!
Él volteó a
verla aún sin tener algo qué decir.
–¿Te sigue
doliendo mucho? –preguntó ahora sí conmovida.
–Sí.
Fue hasta
entonces, casi llegando al auto, cuando la madre se inclinó para abrazarlo.
Además de que ya era
tarde, Beto había quedado exhausto después de llorar tanto, así que, para las
once que llegó su padre, él ya llevaba casi tres horas dormido. Eso no resultó
tan importante para el papá, que entró al cuarto de su hijo decidido a hablar
con él. Aún sin despertar, el niño apretó los párpados y se llevó una mano a
los ojos, intentando protegerse de la luz. El padre fue hasta la cama, se sentó
en ella, junto a su hijo, y dejó pasar unos segundos mientras veía el brazo
enyesado. Beto arrugó el semblante al recordar lo que le había sucedido horas
antes. Parecía a punto de volver a llorar cuando empezó a hablar su padre.
–Yo tenía dos años menos que tú cuando
me quebré mi primer hueso.
El niño intentó
verlo a los ojos, lidiando con el encandilamiento.
–Pero no fue un brazo… fue una
pierna –aclaró, echando a andar la memoria, y los recuerdos le hicieron sonreír–.
¡Ni te imaginas la friega que es andar casi dos meses con muletas!
Beto ya
estaba acostumbrado a ese tipo de sermones. Cada vez que su papá creía
importante darle una lección le contaba algo que a él le había ocurrido de
niño, poniéndose a sí mismo como ejemplo. Más de una vez se había preguntado
cómo le habría hecho su padre para actuar siempre de la manera correcta.
–Ah, pero ¿sabes
cuántas veces me quejé? ¡Ni una! Tu abuelo me hubiera roto la otra pierna si me
hubiera oído quejarme.
El padre
buscó en vano la mirada de su hijo, a quien ya se le habían vuelto a cerrar los
ojos por el cansancio.
–¡Alberto! –dijo
en voz alta mientras le sacudía el hombro.
Los ojos
del niño se abrieron con espanto. El padre revisó su reloj y, después de un
suspiro profundo, continuó con sequedad.
–Ya te dijo
tu mamá que vas a estar dos semanas sin salir, ¿verdad?
La
respuesta llegó en silencio, con un movimiento de cabeza apenas perceptible.
–A ver si
así aprendes a tener más cuidado.
El padre se
puso de pie y empezó a caminar hacia la salida de la recámara, aunque se detuvo
antes de llegar al umbral.
–Nada de
quejas, ¿me oíste? Así como esa va a haber muchas más y no te quiero llorando
por toda la casa. Así te vas a hacer hombrecito.
Aun con el
cansancio, Beto tardó en volver a quedarse dormido.