miércoles, 7 de octubre de 2020

Calles vibrantes de Tijuana


Cada día, aparece al menos un conductor que le echa el auto encima. Juan bien sabe que su oficio está lleno de riesgos; aun así, el semáforo es una gran oportunidad para mostrar lo que es capaz de hacer con su cuerpo, y recibir un pago a cambio. Pese a todo, el malabarista mantiene una sonrisa que no cede ante las inconveniencias. Originario de Ciudad de México, Juan Malabares –también conocido como Juan Arturo Vázquez– llegó hace poco más de dos años a Tijuana. Ahí, en sus calles, encontró el espacio idóneo para ejercer su oficio, igual que muchos otros artistas urbanos, habitantes de esta ciudad en los linderos del país y de América Latina.

Su condición fronteriza, su alta densidad demográfica y otros factores que han definido su identidad sinigual, hacen de Tijuana una ciudad que vibra fuerte. Tal vez por eso, por su exceso de energía, está llena de manifestaciones artísticas y culturales que no encuentran lugar en el interior de un recinto; tal vez por eso, el arte y la cultura se han desbordado a las calles. 

Vida de malabares

Juan vivió dos años en Oporto, Portugal, donde acudió a la Salto International Circus School para formarse como artista de circo. Ahí se especializó en malabares y ejercicios de equilibrio, además de aprender algo sobre clown, teatro y danza contemporánea.

Antes había hecho una carrera técnica en la École Nationale de Cirque, con sede en Montreal, Canadá, y se había capacitado como instructor de circo social, una metodología que aplica las artes circenses como herramienta de transformación comunitaria. Esto explica que desde hace varios años se dedique a trabajar con poblaciones vulnerables. Albergues, centros de día, orfanatos y centros de rehabilitación son sitios a los que suele llevar su arte y conocimiento.

Pero Juan no vive de esto, que casi siempre hace sin cobrar, sino de lo que gana en el semáforo. Va de lunes a domingo y, promediando, permanece ahí alrededor de cinco horas diarias –dedica tres solo a entrenar– para ganar alrededor de 400 pesos. Entre sus principales actos está manejar un monociclo y subirse a una escalera (de dos metros y sin una pared que la sostenga, por supuesto) para malabarear desde lo alto aros, pelotas o pinos. “Por comentarios de la gente sé que logro transmitir alegría. Algunos me han dicho: ‘Te voy a dinero, no por lo que acabas de hacer sino por la sonrisa con que lo hiciste’”.

A sus 29 años, Juan sueña con ser parte de una compañía con reconocimiento mundial. “Muchos artistas han salido de la calle. Varios de los que hoy forman parte de Cirque du Soleil, por ejemplo, trabajaron en semáforos. A mí me da la oportunidad de probar trucos, movimientos y estrategias para cautivar al público”. También quisiera seguir haciendo intervención comunitaria, pues está convencido de que, a través del circo, puede hacer del mundo un mejor lugar para vivir. 



Ópera viva

Hace casi 20 años, en una de las colonias más antiguas y populares de la ciudad, abrió una pequeña cafetería llamada Café de la Ópera. Congruentes con lo que prometían desde el nombre, los dueños prepararon para la inauguración una función operística. En el público estaban la promotora cultural Teresa Riqué y el tenor José Medina, respectivamente, directora general y director artístico de la asociación civil Ópera de Tijuana. Al ver cómo se abarrotaba el local, alguien dijo en son de broma que el primer aniversario convendría celebrarlo en la calle, para poder llegar a más gente. Tres años después, la broma se hizo realidad y sigue viva hasta ahora.

Desde 2004, el segundo o tercer sábado de julio, tiene lugar el festival Ópera en la Calle, entre las actividades para celebrar el aniversario de la ciudad. “Esa vez calculamos recibir unas 500 personas… tal vez 800, siendo muy optimistas; a las ocho de la noche lo que había ahí eran ríos de gente”, recuerda Tere.

El Café la Ópera ya cerró, pero la gente sabe que, cada año, en ese mismo punto de la ciudad –Calle 5ta, colonia Libertad–, alrededor de 500 artistas aparecen en escena, entre las 12 del día y las 12 de la noche. Saben también que el espectáculo es gratis. “La principal característica del festival es su público heterogéneo –puntualiza Tere–: profesionistas, empresarios, académicos, estudiantes, jornaleros… Siempre quisimos acabar con el prejuicio de que la ópera es para un público selecto y debe presentarse en un auditorio; por fortuna, lo hemos ido logrando poco a poco”.

Para Tere, otro indicador del éxito de este festival es que hace 20 años no había en Tijuana tanto talento como ahora. “El festival ha sido fuente de inspiración. Han surgido nuevos cantantes y ha despertado también inquietudes en bailarines, músicos y actores, ya que el festival involucra artistas de todas las disciplinas; sin duda, ha ayudado a descubrir vocaciones”.



De tacos callejeros a cine de autor

Primero fue Kokopelli, un puesto ambulante que ofrecía tacos de mariscos a las brasas (2011). Luego, Tras / Horizonte, un restaurante capitaneado por el chef Guillermo ‘Oso’ Campos, con una propuesta de cocina mexicana fronteriza (a decir del Oso) que pronto se ubicó entre las mejores opciones gastronómicas de la ciudad (2016). Hoy, Autocinema Tras / Horizonte, un sitio al que los tijuanenses pueden ir a ver películas desde su auto, mientras disfrutan algo del menú que tiene el restaurante (2020).

La idea surgió cuando se vieron en la necesidad de cerrar sus puertas por la contingencia sanitaria. Sin la posibilidad de seguir operando en las mismas condiciones, Pablo –socio y hermano de Guillermo– puso un día esta pregunta sobre la mesa: “¿Y por qué no conseguimos un cañón y estiramos una lona en el estacionamiento?”. La mejor parte no fue explícita, pero estaba bastante clara para todos: “… y volvemos a sacar el carrito para ofrecer bebidas y snacks a quienes vengan a ver la película”.

Los hermanos pusieron manos a la obra y aprovecharon el amplio estacionamiento que comparten con una bodega de dulces para hacer proyecciones nocturnas. Al principio, el espacio les permitía meter hasta 30 coches. Hoy, que el restaurante ha vuelto a abrir y requiere algunos cajones para los comensales, la capacidad se redujo a 19. Pero el autocinema sigue porque a la gente le gusta y no ha dejado de ir.

Quien desee acudir solo debe apartar lugar con tiempo, adelantando un pago de 250 pesos, no como cuota de ingreso sino como anticipo de consumo. Ya ahí, se accede al menú a través de un código QR y se hacen pedidos vía WhatsApp.

Aunque la situación ha vuelto poco a poco a la normalidad, Tras / Horizonte no tiene contemplado abandonar el autocinema, sino al contrario. Al cierre de esta edición, Pablo y Guillermo sostienen pláticas con HUMANO, un festival de cine binacional que premia y promueve a creadores que abordan temas relacionados con derechos humanos, para proyectar su cartelera. 



Golpes de esperanza

Durante su infancia y adolescencia, Alberto fue parte de una pandilla. De la mano de su padrastro, vivió muy de cerca la violencia en Tijuana. A los 15 años, sin embargo, hubo algo que le hizo cambiar su forma de ver las cosas y le dio la oportunidad de rehacer su vida. En la danza, Alberto encontró, no solo una distracción, sino otro tipo de amistades y, tal vez lo más importante, algo que le dio disciplina.

Hoy, a sus 28 años, Alberto Olivares forma parte de un colectivo llamado Hit Hope, a través del cual busca llevar un golpe de esperanza a gente que lo necesite. Además de ir frecuentemente a orfanatos, asilos y hospitales, Alberto, Raúl Osuna (26 años), Leslie Mora (13), Esmeralda Romero (21) y Alejandra Santa Olaya (21) hacen presentaciones públicas, en la calle, cada vez que pueden. A través del baile –recurriendo a ritmos urbanos, como rap y el hip hop– intentan llevar un momento de alegría a todo aquel que esté dispuesto a presenciar su arte.

La historia de Raúl no dista mucho de la de Alberto. “Yo estuve en el barrio como hasta los 14 años, pero fui creciendo y me di cuenta de que por ahí no iba la cosa”. Su acercamiento a la danza fue a través de videos. Tanto le gustó lo que veía que otros hacían que decidió ir a una academia y tomar una clase muestra de break. “Me gustó la onda de bailar, así que seguí y seguí hasta llegar a la universidad. Estudié la licenciatura en Danza Contemporánea en la UPN (Universidad Pedagógica Nacional)”.

Con sus 28 y 26 años, se podría decir que Raúl y Alberto son los veteranos del grupo. Y aunque muchas veces hacen presentaciones solo ellos dos –suelen hacer pequeños actos en semáforos, por ejemplo–, el trabajo que llevan a cabo con Hit Hope, suele ser el más gratificante. “Nos han invitado varias veces al hospital, para hacer dinámicas con niños que tienen cáncer. La danza es nuestra principal herramienta para tratar de pasarla chido y regalarles un día de esperanza. Ver cómo sonríen y se emocionan son cosas que a uno se le van quedando… pues acá, ¿no?”, para darse a entender Raúl se lleva la mano al corazón.



Nuestra bandera es nuestra cultura

“Oye, vimos un mural tuyo en tal lugar de Tijuana y nos gustaría saber si puedes hacer algo para nosotros”. Palabras más, palabras menos, esto es algo que Alonso escucha con frecuencia y para lo cual siempre tiene buena disposición. “Procuro hacer obras para la comunidad, sin más interés que el de acercar el arte a las personas –me cuenta con un entusiasmo que lo define–. Por lo general, ellos solo ponen la pintura, a veces la comida, y yo mis horas de trabajo. Saben que me gusta mucho trabajar en proyectos que se dirijan a la comunidad, como centros de rehabilitación, universidades y en general todo tipo de lugares”.

A sus 37 años, Alonso Delgadillo ya perdió la cuenta de los murales que ha hecho en todo Baja California, pero especialmente en Tijuana. También hay obra suya en Argentina, Guatemala, Estados Unidos y varias ciudades de México: CDMX, Guadalajara, Cuernavaca, Cancún y Reynosa, entre otras.

Para este muralista es importante que su obra pertenezca al lugar en el que va a permanecer. En congruencia con ello, no es raro que llegue a la pared en la que va a trabajar sin un diseño previo. Sabe por experiencia que la gente se acercará mientras prepara el área que va a intervenir, con el simple propósito de platicar. “A la gente le gusta compartirme historias, y a mí me gusta tomarlas en cuenta en lo que voy a plasmar. Es la mejor forma de que la obra se integre al lugar al que pertenece”.

A diferencia de quien se dedica al grafiti (una forma de expresión que también tiene mucha fuerza en Tijuana), Alonso se ubica a sí mismo en la línea del street art (arte callejero), debido a su formación de diseñador y forma de trabajar. “En el street art existe un manejo más técnico de la plástica, además de que usamos más las pinturas acrílicas que el aerosol”.

Aunque actualmente vive en Tucson, Arizona, Alonso sigue ligado a Tijuana de corazón. Tanto, que sigue yendo con mucha frecuencia a pintar. Vive convencido de que el arte ha sido un elemento fundamental para la ciudad en la que se arraiga. “El arte siempre ha florecido en Tijuana, tanto así que nos ha sacado a flote de muchas broncas de violencia que hemos tenido. Es fundamental para poder decir ‘nuestra bandera es nuestra cultura’”.







miércoles, 24 de junio de 2020

Hombrecito





A sus diez años, Beto ni se imagina lo diferente que va a ser el mundo cuando crezca y tenga un hijo de la edad que él tiene ahora. Pero, ¿a quién le importa lo que pueda llegar a pasar después de tanto tiempo, cuando la vida se trata de no quedar a deber materias para poder pasar a sexto? Y bueno... eso de tener que estudiar para los exámenes y pasar de año es solo un decir porque, la verdad, para un niño de diez, la vida se trata de muchas otras cosas, antes que de andar pensando en las calificaciones. Para Beto, que vive en las afueras de una ciudad a la que le faltan varios años para alcanzar el primer millón de habitantes, la vida se trata, a veces, de ir a alguno de los terrenos baldíos que quedan cerca de su casa para prenderle lumbre a un montón de periódicos. O de hacer hasta lo inimaginable para exterminar un hormiguero. Pasar toda la tarde jugando futbol o apedrear lagartijas son también buenas opciones, igual que ir al parque en la bici o volar el papalote si hay viento idóneo.  

Beto tiene la suerte de vivir en un lugar y en una época en la que hacer todo eso, y mucho más, es perfectamente posible. Nadie ha tachado ni tacharía a sus padres de irresponsables por dejarlo andar solo en la calle, sin más compañía que la de otros tres o cuatro chamacos de más o menos su misma edad. A fin de cuentas, ¿no es justo ahí, en las calles, donde se empieza a forjar el carácter? ¿No es cayendo de la bicicleta y raspándose las rodillas como un niño aprende a levantarse y continuar? Sobre eso, más o menos, le habló su padre el día que llegó a la casa llorando con un brazo roto.

A él y a otros tres muchachillos del barrio se les había ocurrido meterse a la casa en construcción que está frente a la ferretería. Como iban ya dos semanas que los albañiles no se aparecían por ahí para trabajar, la casa a medio hacer era toda para ellos, y una oportunidad así no era para dejar pasar. La primera vez que fueron solo se sentaron en el suelo a platicar, como si el puro hecho de haberse metido, sin permiso de nadie, alcanzara para saciar la sed de travesura de ese momento. El percance ocurrió el día siguiente, cuando ponerse a platicar no resultó lo suficientemente divertido, y les dio por trepar andamios.

Beto no dejó de llorar en todo el camino rumbo al hospital. Y aunque difícilmente hubiera podido explicarle a su mamá cómo es que había caído desde la parte más alta del armazón, ella estaba tan ocupada conduciendo el auto, y regañándolo, que ni siquiera le hubiera hecho caso. “¡Y ni se te ocurra pedirme permiso para salir en las próximas dos semanas, ¿me oíste?!”. ¡Por supuesto que la oía!, cómo no la iba a oír, si estaba sentado al lado de ella… si no respondía era porque le dolía tanto el brazo que no tenía cabeza siquiera para registrar la información. “Y espérate a que se entere tu papá, ¡a ver a él con qué le sales!”.

El médico determinó que se trataba de una fractura leve que, afortunadamente, no requería de intervención quirúrgica.
–Te salvaste de la operación, muchacho. Ya nomás es cosa de que aguantes el yeso un mes, y vas a estar listo para la próxima.
Madre e hijo encontraron completamente fuera de lugar la sonrisa impúdica con tintes de picardía que dejó ver el médico tras decir lo anterior.
Caía la noche para cuando salieron del sanatorio. Beto había dejado de llorar y su mamá había dejado de regañarlo. El enojo había dado paso a la congoja.
–Ay, Beto, ¡pero cómo no te fijaste, hijito!
Él volteó a verla aún sin tener algo qué decir.
–¿Te sigue doliendo mucho? –preguntó ahora sí conmovida.
–Sí.
Fue hasta entonces, casi llegando al auto, cuando la madre se inclinó para abrazarlo.

Además de que ya era tarde, Beto había quedado exhausto después de llorar tanto, así que, para las once que llegó su padre, él ya llevaba casi tres horas dormido. Eso no resultó tan importante para el papá, que entró al cuarto de su hijo decidido a hablar con él. Aún sin despertar, el niño apretó los párpados y se llevó una mano a los ojos, intentando protegerse de la luz. El padre fue hasta la cama, se sentó en ella, junto a su hijo, y dejó pasar unos segundos mientras veía el brazo enyesado. Beto arrugó el semblante al recordar lo que le había sucedido horas antes. Parecía a punto de volver a llorar cuando empezó a hablar su padre.
            –Yo tenía dos años menos que tú cuando me quebré mi primer hueso.
El niño intentó verlo a los ojos, lidiando con el encandilamiento.
            –Pero no fue un brazo… fue una pierna –aclaró, echando a andar la memoria, y los recuerdos le hicieron sonreír–. ¡Ni te imaginas la friega que es andar casi dos meses con muletas!
Beto ya estaba acostumbrado a ese tipo de sermones. Cada vez que su papá creía importante darle una lección le contaba algo que a él le había ocurrido de niño, poniéndose a sí mismo como ejemplo. Más de una vez se había preguntado cómo le habría hecho su padre para actuar siempre de la manera correcta. 
–Ah, pero ¿sabes cuántas veces me quejé? ¡Ni una! Tu abuelo me hubiera roto la otra pierna si me hubiera oído quejarme.
El padre buscó en vano la mirada de su hijo, a quien ya se le habían vuelto a cerrar los ojos por el cansancio.
–¡Alberto! –dijo en voz alta mientras le sacudía el hombro.
Los ojos del niño se abrieron con espanto. El padre revisó su reloj y, después de un suspiro profundo, continuó con sequedad.
–Ya te dijo tu mamá que vas a estar dos semanas sin salir, ¿verdad?
La respuesta llegó en silencio, con un movimiento de cabeza apenas perceptible.
–A ver si así aprendes a tener más cuidado.
El padre se puso de pie y empezó a caminar hacia la salida de la recámara, aunque se detuvo antes de llegar al umbral.
–Nada de quejas, ¿me oíste? Así como esa va a haber muchas más y no te quiero llorando por toda la casa. Así te vas a hacer hombrecito.
Aun con el cansancio, Beto tardó en volver a quedarse dormido.