Columna publicada en la revista GQ, febrero 2016.
Ilustración: Ignacio Huízar. |
Tenía siete
años la primera vez que fui con mi padre a San José Babícora, un pueblo al
oeste del estado de Chihuahua al que cada invierno llegan millones de aves
migratorias procedentes del norte. Ese día (aunque no lo supe hasta después) nació
entre nosotros una tradición que revivía cada mes de diciembre, cuando se hacía
presente el frío en el estado grande, del cual somos originarios. Es cierto que
debí esperar algunos años, hasta tener el tamaño y la fuerza suficientes, para poder
disparar una escopeta, pero eso nunca impidió que disfrutara al máximo esos fines
de semana de cacería.
La aventura arrancaba
un viernes por la tarde, cuando empezábamos a cargar la camioneta con lo necesario:
armas, parque, alimentos, botas impermeables, ropa térmica, chamarras con camuflaje…
Después íbamos por Raúl, un amigo de mi papá bastante divertido y con miles de
anécdotas, capaz de hacer que las tres horas de carretera se fueran volando. Llegando
a Babícora, ya de noche, nos dirigíamos a una casa rústica que mi papá y sus
amigos cazadores habían mandado construir para estas ocasiones. No acabábamos
de bajar el equipaje cuando aparecía Laureano, un lugareño querido por todos –calculo
que tendría unos 60 años de edad–, a quien llamábamos Guano, y siempre sabía a
dónde llevarnos para encontrar gansos y grullas grises. Cenábamos ligero y nos
íbamos a dormir temprano (aunque yo nunca podía, por la emoción), pues al día
siguiente debíamos levantarnos dos horas antes del amanecer para poder estar en
posición cuando el sol saliera y aparecieran en el cielo las primeras parvadas.
Crecí, pues,
asociando la cacería con varios aspectos valiosos en mi vida, como entrar en
contacto con la naturaleza (entonces no entendía que cazando mataba parte de
ella, por obvio que parezca) y conocer de cerca la vida de campo; pero, sobre
todo, la asocié con convivir con mi papá como muy pocas veces ocurría
en otras circunstancias, ya que él no era de pasar mucho tiempo en casa. Ir de
cacería era sortear juntos una aventura; abrir un espacio, no para poder
“hablar de hombre a hombre”, sino para conocernos mejor en un contexto que
trascendía lo cotidiano y propiciaba que sintiera admiración por él.
Pero, ¿soy el
único que siente haber llegado a una época en la que todo ha empezado a ser
objeto de censura? Si algo tan simple, como mandar a un hijo a la escuela con
un jugo y un sándwich de jamón para el recreo puede ser señalado como una absoluta
irresponsabilidad (“Los embutidos causan cáncer”. “Los jugos industrializados
son pura azúcar”. “¡No comas pollo, que está lleno de hormonas!”), ¿qué esperar
de un pasatiempo como la cacería, que se ha vuelto controversial?
Hoy, que las
redes sociales hacen del usuario un pseudoexperto en cualquier cosa, ¿cómo eludir
la tentación de creerse superior al otro? Y al mismo tiempo, ¿cómo no sentirse
presionado a cumplir con ese deber ser instaurado en Facebook, que diariamente
recrimina nuestros malos hábitos? Cada vez que reviso mi muro termino sintiéndome
regañado y con la mente llena de advertencias: “¿Por qué no te pones los tenis
y sales a correr, en vez de estar todo el día sentado?”. “Si quieres una
mascota no la compres, ¡adóptala! ¿No ves cuántos perros abandonados hay en la
calle?”. “¿Vas a seguir comiendo carne, sabiendo cuánto sufren los animales en
el rastro, y todo el daño que provoca a tu salud?”.
Las redes
sociales han hecho de nuestras vidas un asunto de conocimiento público, y en la
vorágine, entre miles de mensajes que vienen y van, uno no puede dejar de sorprenderse
al reencontrarse con quien fuera la más fiestera en la preparatoria, y
descubrir que hoy promueve con empeño la importancia de ser una buena madre. O con
el vago de la cuadra hace 15 años, y que hoy asegure estar comprometido con el cuidado
a la naturaleza y el medio ambiente. Sorprendente… y dudoso, si se juega al
suspicaz, pero más allá del juicio, y sin poner a prueba la autenticidad de
nadie, surge una duda genuina: ¿cuál será el efecto, a mediano o largo plazo,
de esta tendencia a autopromovernos como personas más conscientes y
responsables? ¿Será que a base de insistencia terminemos convirtiéndonos (o
convirtiendo a otros) en eso que decimos ser? Júzguenme ingenuo, pero algo aquí
me hace dar crédito a la teoría de la profecía autocumplida.
Aunque aquellos
fines de semana en San José Babícora siempre estarán entre los mejores recuerdos
de mi infancia, ha pasado ya mucho tiempo desde la última vez que fui de cacería.
Facebook nada ha tenido que ver con ello, pero sé que no
me dejaría dormir tranquilo si siguiera practicando este pasatiempo.