sábado, 19 de diciembre de 2015

De regreso al rancho

Artículo publicado en la revista México Desconocido, diciembre 2015. 

Foto: Jesús Cornejo

Llueve a cántaros en San Isidro Chichihuistán. Calculo que son las seis o seis y media de la tarde, aunque podría ser mucho más temprano. Difícil saberlo estando oculto el sol. Pero además, qué importa la hora cuando no existen compromisos por cumplir y la tarde no es más que una invitación a seguir viendo el agua caer desde el cobertizo.

Aunque nací en Chihuahua y tuve la fortuna de conocer la vida de campo siendo un niño, más de 15 años en la Ciudad de México han hecho de mí un triste citadino promedio: paso la mayor parte del tiempo sentado frente a un monitor, tengo tanto trabajo que vivo como si me estuvieran persiguiendo y me doy cuenta, sin hacer gran cosa para evitarlo, de cómo crece cada día mi adicción a internet. Por eso me sedujo la idea de venir. De escapar, aunque fuera solo por un par de días, y redescubrir cómo es que transcurre el tiempo cuando no se tiene acceso a 3G ni a WiFi… ni a la señal del teléfono, siquiera. Bastan unos cuantos minutos frente a la lluvia, contemplando el bosque y disfrutando el entrañable olor a campo que regalan las estufas de leña, para evocar esa época en que solía pasar los fines de semana en el rancho de mi padre. La época en que, sin duda, más he aprendido en mi vida.

Auténtica vida de campo
San Isidro Chichihuistán forma parte del municipio de Teopisca, ubicado justo en el centro del estado de Chiapas. Aquí, en esta localidad, se encuentra El Rancho Evergreen, una extensión de 38 hectáreas en donde viven Stéphanie, Samuel y sus dos hijas: Zoë y Cheyenne, de 12 y 10 años de edad. El Rancho Evergreen es su casa, pero es también la casa de quien viene a pasar unos días con ellos, ya sea de vacaciones o para trabajar como voluntario a cambio de techo, comida y, sobre todo, la oportunidad de experimentar la auténtica vida de campo.

Cuando llegué al rancho fueron Zoë y Cheyenne quienes salieron a recibirme. Las vi tan pequeñas que pregunté por Stéphanie, con quien había tratado hasta entonces lo relacionado con mi estancia. Las niñas, sin embargo, sabían perfectamente qué hacer y, en vez de ir a hablarle a su mamá me pidieron que las acompañara; ellas me llevarían hasta la cabaña en donde dormiría los próximos dos días.

Conforme fue transcurriendo el tiempo en el rancho pude darme cuenta, no solo de que Zoë y Cheyenne eran capaces de hacer muchas otras cosas, además de darle la bienvenida a los huéspedes –son expertas montando a caballo, hablan tres idiomas, tocan distintos instrumentos y se desenvuelven con una solvencia sorprendente para su edad– sino de que son dignas representantes de la filosofía de vida que practican sus padres.

Dioses en la Tierra
Entre los grandes atractivos que ofrece El Rancho Evergreen están, definitivamente, los caballos. No solo por la posibilidad de hacer una cabalgata por el bosque y adentrarse en los espectaculares escenarios del entorno, sino por todo lo que se puede experimentar y aprender sobre estos animales estando al lado de Sam. Originario de Arizona, Estados Unidos, este descendiente de cherokees nació, creció y nunca, en sus 56 años de vida, ha dejado de estar entre caballos, por quienes profesa respeto y admiración. “Dioses… que viven con nosotros en la Tierra”, pronuncia convencido cuando alguien le pregunta qué son para él los caballos.

De manera que aquí no se trata solo de aprender a montar o de ir a dar un paseo, sino de dejarse contagiar de ese cariño que este hombre siente por los animales, y de entender, a través de esa emoción, todo lo que podemos recibir de la naturaleza cuando logramos conectar con ella.

Para mí, que declaré haber aprendido a montar desde niño, Sam eligió a Kimbe, un macho negruzco, no muy alto, pero de quien recordaba haber escuchado algo (¿amenazante?) la tarde anterior. Si mi memoria no me estaba traicionando, una de las niñas había dicho que a ese potro no lo montaba cualquiera. Que era medio… ¿“rebelde”? ¿Había utilizado esa palabra?

Después de haber estado un rato cepillándolos, hablando con ellos y limpiándoles los cascos, montamos los caballos. Primero sin silla, por recomendación de Sam, para poder sentir su cuerpo y conocer sus movimientos. Así dimos algunas vueltas al ruedo antes de ponerles la montura y salir de excursión rumbo la montaña.

Foto: Jesús Cornejo

El placer de la sobremesa
Bendita tradición ranchera, la de llegar a preparar algo apetitoso después de un paseo a caballo. Bajo la batuta de Stéphanie, la cocina se convirtió rápido en una especie de laboratorio en el que todos colaboramos en la preparación de varias delicias. Chiles rellenos, frijoles de la olla, ensalada de vegetales orgánicos, chorizo casero, tortillas hechas a mano y otros tantos platillos, todos ellos maravillosos, fueron pretexto para echar a andar una de esas charlas que no deberían terminar nunca.



Stéphanie nos contó que salió de Francia hace quince años (es originaria de Lyon) porque sentía que algo le faltaba a su vida. Pensaba viajar un tiempo por Centroamérica pero los azares del destino la llevaron a San Cristóbal de las Casas, donde conoció a Sam, y descubrió en él su razón para quedarse en México. Luego Sam platicó que en algún tiempo estuvo trabajando en Hollywood. Le pregunté en broma si fue como doble de Jeff Bridges, y me aclaró que en realidad lo contrataron para adiestrar a unos caballos que saldrían en una película. 



Algo que me llamó la atención desde que llegamos fue cómo, a pesar de su corta edad, Cheyenne y Zoë habían participado en cada actividad junto con nosotros: lo mismo fueron parte de la caminata bajo la lluvia y de la excursión a caballo que de la preparación de la cena; jugamos beisbol, compartimos la mesa en cada comida y nunca se quedaron atrás en una conversación. Stéphanie y Sam me hicieron entender por qué las niñas se sentían tan cómodas tratando con adultos. Escépticos respecto a la educación tradicional, decidieron darles otro tipo de formación, basada, obviamente, en el contacto y conocimiento de la naturaleza. Pero no solo eso. Aunque nunca han ido a la escuela, Zoë y Cheyenne toman en casa clases de Historia, Literatura, Geografía, Redacción, Matemáticas… además de estar acostumbradas a tratar con todo tipo de personas –de diferentes nacionalidades y formas de pensar–, de las que llegan a pasar unos días en el rancho.

Decía ya que Zoë y Cheyenne representan muy bien la filosofía de vida que practican sus papás, pero también representan una de mis mayores añoranzas y la principal razón por la que pienso volver pronto a este lugar: el contacto con la naturaleza y la vida sencilla del campo, la oportunidad de tratar con personas de diferentes partes del mundo y distintas formas de pensar; los caballos, la comida, la despreocupación por el tiempo, el gusto por la conversación… todo ello, en conjunto, es para mí una de las mejores formas de seguir aprendiendo sobre lo verdaderamente importante.

Para salir de dudas
“¿Es cierto que no cualquiera monta a Kimbe?”, le pregunté a Sam cuando me acerqué a él para despedirme. “Es cierto… de ocho que lo montan, siete terminan en el piso –me dijo despreocupado–, pero también es uno de los mejores caballos para montar, y yo me di cuenta de que le caíste bien desde el principio”.


Foto: Jesús Cornejo