…sale un pase que parece llevar buena
puntería. El delantero mexicano acelera el paso sin apartar la vista del balón.
Presume que logrará estar en el lugar y en el momento justo para bajar la bola
con el pecho, controlarla y mandarla a la red. Junto a él, pegado como sanguijuela,
corre también el defensivo brasileño… no,
más bien de Estados Unidos. Aunque el Estadio Azteca está lleno a tope, y la
posibilidad de que México le anote el gol del gane a los gringos tenga al
público vuelto loco, el atacante no escucha más que silencio. Dicen que eso
sólo pueden hacerlo unos cuantos: no oír el ruido y ver todo como si estuviera pasando
en cámara lenta, por eso son capaces de tomar la decisión correcta en segundos;
por eso son los mejores.
El goleador consigue
su primer objetivo y llega al balón, le mete el pecho, y lo hace tan bien, que
la pelota queda en el lugar preciso para hacer un quiebre que saca de balance
al defensa. Se perfila hacia el arco rival, levanta la vista y ve al portero, que
tiene los ojos de plato clavados en el esférico. Avanza un poco más, se mete al
área, aguanta el tiro esperando que el arquero se venza, esquiva una barrida del
gringo (que falla en su último esfuerzo por detener el ataque) y decide disparar
un tiro cruzado a media altura, así que planta bien la pierna izquierda, gira
el cuerpo y saca un potente derechazo. El portero reacciona de inmediato, se
lanza, pero no alcanza el balón, que sigue su trayectoria hasta impactarse en
la parte interna del poste y rebotar hacia adentro de la portería. “¡Goooooooool!”,
grita el estadio entero. El estruendo de cien mil gargantas rompe el silencio y
el tiempo vuelve a su ritmo habitual. Una poderosa descarga de adrenalina cae
sobre Lalo y lo hace correr a toda velocidad. Está en shock y no será hasta que
sus compañeros de equipo lo zarandeen y le brinquen encima cuando empiece, poco
a poco, a volver en sí. Entonces tomará conciencia de que su gol cayó en los
últimos segundos del partido, de que el tiempo ya no dio para que la pelota
fuera otra vez a la media cancha y, por lo tanto, el marcador final es 2-1 a
favor de México. Increíble pero cierto: ¡2-1 favor México!, que por primera vez
en la historia se corona campeón, gracias a ese gol de último momento.
Lalo tiene
nueve años y una imaginación obsesionada con transportarlo cada rato a una
cancha de futbol (su favorita es la del Estadio Azteca) para meterle goles a Alemania,
a Brasil, a Estados Unidos o a cualquier otro país de los que sabe que existen…
claro, siempre vistiendo el uniforme de la selección. Esto puede ocurrir en
cualquier momento del día: durante la clase de matemáticas, los domingos en
misa, cuando tiene que ir con sus papás; o cuando ya se va a dormir. Hace unos
días, por ejemplo, tuvo mucho tiempo para imaginar que metía todo tipo de goles:
remates de cabeza, chilenas, tiros libres y hasta uno que metió luego de
burlarse como a siete, incluyendo al portero. Así al menos no fue tan aburrido
el viaje de cinco horas que lo llevó de Guadalajara a la ciudad de México; ni
tan triste, porque lo que él menos quería era irse a vivir para allá. En
Guadalajara tenía amigos… no muchos, pero suficientes. En cambio en México no
conocía a nadie y no iba a tener con quién juntarse.
El primer día
de clases en su nueva escuela no quería ni levantarse de la cama. Le dijo a su
mamá que le dolía el estómago, y era cierto, pero ella pensó que era un
pretexto para quedarse en casa y lo mandó a la regadera antes de que se hiciera
tarde. Ni modo, sólo tiene nueve años y a esa edad no queda más que obedecer a
los papás, así que fue a la escuela con todo y punzadas en las tripas.
El dolor iba
y venía por ratos mientras estaba en el salón. A las 11:30 sonó el timbre para
salir al recreo y todavía sentía molestias, pero apenas unos minutos después,
cuando la maestra dijo que podían salir y escuchó a unos niños ponerse de
acuerdo para ir a las canchas de fut, el dolor desapareció de súbito. La escuela
a la que iba antes, en Guadalajara, no tenía canchas, así que… podría no estar
tan mal el cambio, después de todo. Salió del salón corriendo junto con todos y
llegó a las canchas siguiendo a los demás. Eran de pura tierra, pero estaban
bien.
Lalo vio que
todos se fueron acomodando en un lado u otro de la cancha y entendió que los
equipos estaban formados desde antes. Entonces empezó a temer que nadie lo
invitara a jugar. ¿Pues qué no se habían dado cuenta de que él estaba ahí para
eso? Minutos después arrancó el partido y él tuvo la impresión de que en todo
ese tiempo nadie siquiera lo había volteado a ver. “Aquí los niños son bien
sangrones”, pensó, y nuevamente sintió que le dolía la panza. No sabía si irse
o quedarse… a fin de cuentas no tenía nada mejor que hacer, cuando vio que el
balón se aproximaba a él, resultado de un despeje sin tino del portero.
Instintivamente se preparó para detenerlo y regresarlo a la cancha. No era nada
más que eso: pasarles la bola a sus compañeros de clase para que continuaran
con el juego, pero en el fondo sintió que ese hecho fortuito podía significar
algo más: sería al menos un motivo para que lo voltearan a ver y lo tomaran en
cuenta para otro partido. “¡Bola!”, gritó uno de los jugadores, a quien Lalo
reconoció como el niño que hacía un rato, en el salón, estaba sentado junto a
él. Dio unos cuantos pasos para encontrarse con la pelota, la detuvo con el
pie, alzó la mirada para verificar la posición de quien le habló y chutó hacia
él… o bueno, no exactamente… porque, aunque esa fue su intención, la bola terminó
en otro lado muy distinto y uno de los niños que estaban jugando tuvo que ir
por ella hasta bien lejos. Lalo sintió tanta pena de haberle pegado tan chueco
a la pelota cuando todos lo estaban viendo, que prefirió regresar al salón, no
sin antes oír varias risas de burla y dos o tres quejas insultantes. Esa noche,
ya acostado en su cama, no quiso hacerle caso a su imaginación y se quedó
dormido pensando en su casa de Guadalajara.
Al día
siguiente Lalo amaneció otra vez con dolor en la panza, pero no le dijo a su
mamá porque sabía que no iba a servir de nada. Se metió a bañar, desayunó, se
alistó para salir, llegó a la escuela y durante todo ese tiempo no dejó de
pensar en si debía ir o no a las canchas en la hora del recreo. Cuando sonó el
timbre todos salieron corriendo menos él, que se quedó sentado en su lugar,
todavía dudoso. Permaneció ahí un minuto, tal vez dos, y luego se desesperó
porque estar ahí era muy aburrido, así que se salió del salón. Empezó a caminar
rumbo a las canchas muy despacio, como yendo sin querer. Llegó al mismo lugar
en el que un día antes hizo el ridículo de patear el balón hacia quién sabe
dónde y desde ahí se puso a ver el partido.
Quien sigue esta
historia tal vez piense que Lalo volvió a “la escena del crimen” para retar al
destino, esperando un nuevo pelotazo y con él la oportunidad de regresar el
balón con un buen tiro para sacarse la espina; y sí, lo más probable es que,
consciente o inconscientemente, ésa haya sido su intención. Sin embargo, el
destino tenía planeada otra cosa para él. No habían pasado ni diez minutos de
partido cuando Memo cayó al suelo aparatosamente. Dos niños de su equipo se
acercaron a ver qué le había pasado. Memo no podía levantarse. “Me doblé bien
gacho el tobillo”, dijo con una mueca en la cara, aguantando apenas las ganas
de llorar. “Ni le llegó nadie, se cayó por menso”, dijo uno del equipo
contrario. A Memo no le cayó en gracia que le dijeran menso, pero con tanto dolor
que sentía ya ni dijo nada. Prefirió salirse de la cancha dando saltos en un
pie, y sentarse por ahí a esperar que se le quitara el dolor. Bueno, pero
¿mientras? Si Memo no podía seguir jugando quedarían cinco contra cuatro. “Que
entre el nuevo”, gritó uno. “¡Ni maiz,
es patachueca!”, gritó otro. Lalo veía todo desde lejos sin saber qué hacer. El
dilema quedó resuelto cuando al portero del equipo que se quedó con cuatro se
le ocurrió decir. “Que se ponga de portero, yo juego de medio”. Aunque algunos
todavía tenían cara de duda y no acababan de convencerse, terminaron por
aceptar al darse cuenta de que no había mejor opción. Al menos que hiciera
bulto en la portería… si les daban una paliza ya ni modo. “¿Cómo te llamas?”,
le preguntó quien le heredaría el puesto. “Lalo, ¿y tú?”. “Yo Ricky… ¿entonces qué?
¿Sí te pones?”. Lalo le dijo que sí y pegó una carrera para ocupar su posición.
En Guadalajara nunca había jugado de portero pero eso qué, más valía jugar de
lo que fuera en vez de seguir viendo el partido desde afuera.
En cuanto el
juego se reanudó empezaron las amenazas sobre su portería. Primero tuvo que
parar un tiro que, aunque iba casi a las manos, llevaba mucho cañón. El
pelotazo le dolió, y bastante, pero él reaccionó como si nada para que su
equipo viera que aguantaba. Poco después vino una jugada en la que se tuvo que
barrer para quitarle la bola al delantero, que ya había burlado al último
defensa e iba solo para tirar. Lo atacó de frente, sin miedo a que le dieran
una patada en la cara. “¡Bien, Lalo!”, celebraron sus compañeros.
Inexplicablemente hasta para él mismo, estaba jugando como si tuviera años
siendo portero y sus compañeros lo felicitaban cada vez con más vehemencia por
cada buena jugada que hacía bajo los postes. Lo malo era que la pelota ya
llevaba mucho tiempo estando en un solo lado de la cancha y, si no fuera por
sus intervenciones, ya estarían perdiendo el partido. Por eso, en cuanto
tuvo nuevamente el balón en sus manos,
le pidió a todo el equipo que subiera. Iba a despejar lo más lejos posible, a
ver si alguien de los suyos ganaba la bola y tenía alguna oportunidad de meter
gol. Como a esas alturas ya se había ganado cierto respeto en el equipo, todos le
hicieron caso sin repelar. Lalo botó dos veces el balón contra el suelo y luego
miró hacia el frente, en donde encontró a Ricky, el niño que tuvo la idea de
que él entrara de portero. Agarró suficiente vuelo como para llegarla hasta
donde él estaba y pateó tan fuerte como pudo. La pelota voló alto, pero no
hubiera llegado muy lejos de no ser por un defensa con mal tino que, queriendo
rechazar con la cabeza, terminó mandándola hacia atrás de un espaldarazo, justo
en donde Ricky estaba listo para tirar a gol. Lalo corrió desde su propia
portería para chocarla con todos; iba contento porque parecía que con ese gol iban
a ganar el juego, pero más porque sabía que ahora sí sus compañeros lo iban a
tomar en cuenta cuando fueran a jugar futbol. El timbre que ponía fin al recreo
y al partido sonó apenas unos minutos después.
En el Estadio Azteca todo mundo
se come las uñas de los nervios. México y Estados Unidos se disputan el
campeonato mundial en un partido que no podría ser más reñido ni más emocionante.
Hace un rato, al concluir el segundo tiempo extra, mucha gente pensó que el
sueño había llegado a su fin: México no sabe ganar en penales. Sin embargo, el
curso de la historia podría cambiar en este momento. Los cinco primeros tiradores mexicanos han conseguido
el tanto; Estados Unidos debe meter el quinto para mantenerse con vida y llevar
la disputa a una nueva tanda de pénaltis. La decisión recae en London Donovan,
el más certero de los delanteros norteamericanos. Todo el estadio está contra
él. La rechifla es un zumbido que ensordece pero él da la impresión de ser
inquebrantable. Su cara refleja una seguridad y una determinación a prueba de cualquier
cosa. La bola está puesta sobre el manchón del área. El delantero observa la
portería, la mide mientras espera el silbatazo del árbitro. “¿Qué vas a querer
cenar, mi amor?”. El portero le dice a su mamá que un sándwich y vuelve rápido
a lo suyo. El estadio y todos sus decibles de alboroto se han convertido en
silencio; el tiempo ha frenado su ritmo y transcurre despacio. El árbitro da la
señal. Donovan inicia su carrera hacia el balón. Lalo busca su mirada y
encuentra en sus ojos la información que necesita. Sabe que el tiro va a venir
por abajo, hacia su izquierda. Lalo se anticipa, vuela, tiene consigo la
absoluta confianza de que va a llegar a esa pelota. “¿De jamón o de salchicha?”,
alcanza a oír a su mamá, pero a Lalo eso le importa un rábano; gracias a él México
está a punto de coronarse campeón.